La “civilización del cuero” y el resto
Los pastizales naturales, las abundantes aguadas, los reverberantes arroyos y los inabarcables ríos, todo estimulado por la natural prodigalidad de un clima templado, hicieron de la Pampa Húmeda un medio extremadamente favorable para la expansión a gran escala de una actividad de exportación, que comenzó a encontrar sus cauces en las postrimerías del siglo XVIII: la ganadería. Casi como en una especie de fatalidad providencial, la mayor parte de estas tierras eran linderas al Puerto de Buenos Aires, habilitado en 1778 para la intermediación comercial entre Argentina y el mundo. La demanda creciente del tasajo para cubrir las necesidades de alimentación de los esclavos en Brasil, Cuba y el Sur de los Estados Unidos produjo la integración de la cría del ganado con el abastecimiento de la sal. Los primeros saladeros – situados en Gualeguay (Entre Ríos) y en Quilmes (provincia de Buenos Aires) – son obras de importancia que atestiguan la convergencia de dos industrias fundacionales de nuestra economía. El cuero, que entre tantas otras aplicaciones se utilizaba para cubrir los engranajes de las nuevas máquinas que surgieron durante la Revolución Industrial, dinamizaba el corazón de la naciente actividad económica; al interior del país, crudo o curtido, con el cuero se hacían baldes, sacos para envasar la yerba mate, arneses; se guardaba el tabaco y el azúcar, se fabricaban petacas, baúles, sogas, cajones, látigos, toldos, llantas y canastas. El crecimiento de la actividad alcanzará su techo hacia mediados del siglo XIX. La exportación de cuero, que representaba un 47,2% del total exportado en 1825, pasará a ser del 31, 5% en el año 1859. La caída fue notable. A partir de 1830, producto del salto tecnológico en el hilado y con el empuje de la industria textil británica y estadounidense, se producirá un importante viraje en la matriz exportadora argentina: el despegue del ciclo lanar modificará sustancialmente la composición de las ventas al exterior: en 1837, la lana ocupaba el 5,8% de las exportaciones totales, mientras que en 1859 era del 33,7%.
A nivel social, los sobresaltados habitantes del Río de la Plata veían los frutos de la Revolución: las puertas del futuro, abiertas gracias a los impulsos dinámicos provenientes del Atlántico, eran una realidad. El apoyo popular que gozó el proceso de independencia no solamente había sido obra del jacobinismo triunfante en lo que hoy llamaríamos la batalla cultural: el aluvión de bienes de consumo importados a bajo costo incrementó el poder de compra de los sectores urbanos, a la vez que la demanda de trabajo presionaba al alza por la expansión de las nuevas actividades de exportación generadas en el medio rural. El aumento de los salarios no solamente tenía relación con el crecimiento económico per se: las guerras civiles reforzaron la escasez de mano de obra (pocos “brazos” libres para el trabajo; por lo tanto, muy demandados).
El esplendor de un área específica del país (el Litoral) no se proyectó de forma pareja hacia el resto del territorio. La producción para el exterior, concentrada en muy pocas materias primas (cuando no en una sola), pasó a ser el centro neurálgico del sistema económico, proceso de acumulación este que impidió la formación de un mercado interno progresivo y dinámico, que tonificara a la producción artesanal. Esa “fuerza” proveniente del exterior – que en el comercio europeo había generado impulsos y eslabonamientos hacia nuevas industrias – a largo plazo terminó siendo destructiva para casi la totalidad de la economía local. La destrucción de las estructuras heredadas de la economía colonial, salvo en muy pocas zonas, no estimuló el surgimiento de nuevas bases allí donde la producción había sido afectada.
En palabras del historiador riojano Bernardo Carreira, la sociedad previa a la configuración del Estado Nación “se desarrollaba donde las vacas eran el principio y el fin de todas las ambiciones y de todas las necesidades pues, como si estuviesen aislados del mundo, tanto los habitantes de Buenos Aires como los hombres de la campaña sólo contaban con el vacuno para subsistir. Allí no había industrias de ninguna clase, ni siquiera un rústico telar para confeccionar las telas más burdas. Los metales eran prácticamente desconocidos, aunque parezca increíble, y hubo épocas en que no había un pedazo de hierro o de acero para fabricar una herradura, una hoz para segar el trigo o una ruin azada”.
La riqueza de la Aduana
La expansión física y territorial de Buenos Aires sería una pura contingencia geográfica sin la construcción de un marco de instituciones estatales que consolidasen las bases económicas y políticas de dicha expansión. El centro de esa nueva institucionalidad gravitaba alrededor de una oficina pública de vital importancia: la Aduana, sede recaudatoria de la Argentina en su próspero abrazo comercial y financiero con el Viejo Continente, que vivenciaba un auge mucho más espectacular del que se experimentaba en las Américas. Retornando al punto inicial: para 1835, sobre 11 millones de pesos de recaudación pública, 10 millones provenían de aranceles de aduana y del comercio exterior. Era de esperar: Buenos Aires, con su extremada auto-consciencia de epicentro modernizador, elegida por el “devenir de la historia” como cabeza de puente hacia el progreso, no lo quería compartir. Con el pretexto –no falto de razón- de evitar la penetración del comercio francés e inglés, y para afirmar el poder total sobre el comercio exterior, Buenos Aires impuso la prohibición de la navegabilidad de los ríos interiores, principalmente el Paraná y el Uruguay. La imposibilidad de utilizar los puertos comerciales ubicados en las provincias fue uno de los fundamentos logísticos más importantes que explican el estancamiento relativo de las economías del interior; a lo que se debe sumarle una especie de sustitución de importaciones al revés: del exterior llegaba la madera, el hierro, la chapa metálica, el alambre y hasta los clavos. La existencia de provincias aisladas, con dificultosos y erráticos mecanismos de integración que no llegaron a la formación de una Confederación sólida le permitió a Buenos Aires cobrar muy caros sus servicios portuarios y establecer una onerosa estructura impositiva a las mercancías que se producían o consumían fuera de sus propias fronteras. La situación económica de las provincias es sintetizada acertadamente por Aldo Ferrer al afirmar que “quedó relegada a ínfimos intercambios y al envío a Buenos Aires de sus productos tradicionales. A finales del siglo XIX, sólo el 15% de las exportaciones provenían del interior”. La lucha por la recaudación aduanera fue cruenta y explica en buena medida nuestra guerra civil. Un antecedente importante fue Cepeda, en 1859, donde el triunfo de Urquiza y la concreción del Pacto de San José de Flores terminó con el separatismo porteño y la Aduana quedó en manos de la Confederación. Pero la realidad prácticamente no se modificó: para evitar el quebranto súbito de sus cuentas públicas, un generoso Urquiza compensó económicamente por cinco años a Buenos Aires por las rentas obtenidas del comercio exterior. La provincia seguía conservando su ostensible poderío económico, lo que le permitió engrosar las filas de un ejército cada vez más poderoso. En poco tiempo, Urquiza, pese a haber ganado en Pavón, depondría las armas. El nuevo orden de Mitre reinstauraría otra vez la hegemonía porteña.
Distribución de tierras y latifundio
El aumento de las exportaciones ganaderas implicó la necesidad de racionalizar el modo de organizar la producción pecuaria. Como se sostuvo en artículos anteriores, el conjunto de mejoras técnicas surgidas a partir de la segunda mitad del siglo XVIII permitió el surgimiento de la primera empresa capitalista de nuestra historia económica: la estancia. La cría de ganado en un lugar fijo (a partir de 1720 prácticamente ya no existía en estado salvaje) implicó la necesidad de crear mecanismos “legales” para la apropiación privada de la tierra. Este proceso se va a desenvolver durante buena parte del siglo XIX y no presentará grandes controversias o pujas dentro de la dirigencia política, la cual, a pesar de sus grandes diferencias en diversas áreas, coincide en un aspecto central: ceder los títulos de propiedad a los prósperos comerciantes bonaerenses y promover la formación de una elite económica ganadera. El consenso se extendió desde Rosas hasta Roca y los límites de la frontera se estiraron en favor de la naciente oligarquía terrateniente. Hacia el sur, el oeste y el norte, la ocupación del territorio y la apropiación privada se dieron en simultáneo; en 1879, el proceso se había completado.
Si bien los mecanismos fueron variados, los principales fueron los premios por campañas militares, las tierras fronterizas y la ley de Enfiteusis. R
especto al primero, en el libro
Soy Roca
de Félix Luna se muestra con claridad (en una versión novelada y autobiográfica de la vida del líder de la Campaña del Desierto de 1879) cómo una vez finalizada la ocupación Julio Argentino Roca recibió como tributo tres grandes estancias a las que denominó “La Larga”, “La Paz” y “La Argentina” (aniquilado el indio en el Sur Patagónico, había paz duradera). Por otro lado, la enfiteusis, sancionada en 1822 por Bernardino Rivadavia (luego de suspenderse la enajenación de tierra pública por parte de las autoridades), implicaba un contrato a 20 años, como mínimo, a través del cual la parte privada, o “enfiteuta”, se comprometía a pagar un ocho por ciento anual en tierras de pastoreo. Aunque con la caída de Rivadavia la ley comienza a declinar, en 1853, la Constitución consagró los derechos de propiedad establecidos en períodos anteriores, hecho que se puede encuadrar en un claro y abierto
mecanismo de acumulación originaria,
teniendo en cuenta no solamente la violación del derecho natural de las poblaciones nativas expulsadas, sino por el hecho de que buena parte de esos territorios pertenecían a “
numerosas familias modestas y en muchos casos poseedoras de títulos de propiedad”,
como se lee en las páginas de Aldo Ferrer, donde analiza el fenómeno de la apropiación territorial
Fuente : noticiasholisticas.com.ar
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