Las piñas a Berni y los límites de la demagogia punitiva. Pullaro, el candidato “enfierrado” de Juntos por el Cambio. Seguridad pública democrática, el modelo Bukele y las ausencias estatales más notorias.
La violenta agresión al ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni, el pretendido sheriff que dice haber sido copiado por el presidente salvadoreño Nayib Bukele, pone en evidencia los límites discursivos de la demagogia punitivista como solución a los problemas reales de seguridad pública que atraviesan, sobre todo, los centros urbanos más poblados del país. Como émulo local de la dureza que hace falta, el precandidato a gobernador de Juntos por el Cambio, el ex progresista Maximiliano Pullaro, hace campaña con un fierro en la cintura y explica que su conducta procura evitar restarle recursos humanos a la policía en una custodia personal, que rechazó porque le “quita libertades”. Su ahora compañera de aventuras políticas, Patricia Bullrich, clama por la presencia del Ejército en las calles para “combatir” al narcotráfico a pesar del fracaso de esas incursiones en los países latinoamericanos donde se aplicó. Sin disimulo por sus preferencias, Javier Milei directamente trabó un acuerdo electoral con el hijo del genocida tucumano Antonio Domingo Bussi, Ricardo, quien lanzó su campaña a gobernador de esa provincia con un spot en el que pide por la “portación libre y legal de armas”. Para los “buenos”, claro. A pocos meses de las elecciones provinciales y nacionales, el proselitismo se inclina cada vez más hacia la derecha en un contexto de crecimiento y amplificación, en paralelo, de las voces de la antipolítica como salida a los problemas políticos, cuya evidencia es incontrastable. Un uso de la violencia con fines instrumentales, como llenar las urnas a los tiros.
En una de las principales acciones de campaña hasta el momento, el diputado provincial Maximiliano Pullaro anunció que volvió a pedir a la Anmac la portación de un arma de fuego para protegerse en forma individual de los malos, luego de que en una balacera a la sede del Nuevo Banco de Santa Fe de Granadero Baigorria dejaran un mensaje intimidatorio que lo mencionaba.
Así como Mauricio Macri se conmiseró de la angustia que según cree deben haber experimentado los patriotas de 1816 al independizarse de España con la declaración de Tucumán, Pullaro hizo saber que andar calzado constituye “cosas feas y tremendas” que está dispuesto a sufrir por los y las santafesinas.
“Que una persona tenga que estar armada es muy fuerte y angustiante. Pero son decisiones que tenés que tomar. Debo ser la persona más amenazada de la provincia de Santa Fe”, se autopercibió.
En varias entrevistas que brindó la semana pasada –que revelan su necesidad de exorcizar la angustia por medio de la palabra (en los medios de comunicación)– explicó que sufrió “una amenaza a mi persona, pero en realidad fue a las instituciones de la democracia y a mi rol de legislador provincial”.
Tras el ofrecimiento de custodia por parte del fiscal Matías Edery, el radical en evolución hacia la derecha liberal contó que la rechazó porque implicaría “sacarle a la policía 42 hombres para que me cuiden a mí solamente”.
Ese gesto altruista estuvo combinado con otras explicaciones que brindó al respecto: “Me cuesta mucho tener custodia. Tendría que dejar de ser candidato a gobernador como soy, porque no podría hacer un montón de cosas que estoy haciendo (…) Para tener custodia tenés que perder todo tipo de libertades”.
Entonces dijo que “rechacé esa custodia pero tramité la portación (de un arma de fuego) que tuve durante casi seis años, mientras fui ministro de Seguridad y el primer año y medio cuando volví a ser diputado de la provincia, y que por razones inexplicables el kirchnerismo no me había renovado”.
Para que quede claro, añadió: “Estoy en contra de la portación de uso civil de las personas” pero “no así de funcionarios públicos que estamos más expuestos”. Es decir que rechazó el privilegio de la custodia para tener el privilegio de la portación por exposición pública.
Además de la angustia padecida por llevar un arma en la cintura, el ex ministro de Seguridad del tercer gobierno del Frente Progresista contó que para él fue “muy fuerte” la adaptación “al mundo policial”, atento a que proviene “de las ciencias sociales” mediante las cuales “estudié seguridad desde el aspecto de las políticas públicas” y no desde el punto de vista del polígono de tiro.
De todos modos, dijo, como quienes “nos exponemos, nos jugamos, planteamos cosas fuertes, sabemos que no vamos a poder vivir tranquilos, que no podemos dormir, que vamos a ser perseguidos por las calles”, y agregó que cuando fue ministro “llevé adelante el curso táctico de las Tropas de Operaciones Especiales, en tres o cuatro oportunidades, y tuve que aprender a utilizar un arma”.
Eso “no era lo que me gustaba, no era lo que hubiese querido en mi vida, no me formé para eso. Pero la vida a veces te lleva a roles institucionales, como ser ministro de Seguridad durante cuatro años”. Por esas necesidades impuestas por “la vida”, debió convertirse en el sheriff con el que hoy hace campaña “para ser el próximo gobernador de la provincia de Santa Fe”.
El abogado, criminólogo y docente rosarino Enrique Font recordó en estos días, a través de su cuenta de Twitter, que en su adolescencia Pullaro fue protagonista involuntario de un accidente con un arma de fuego que tuvo consecuencias irreparables. “No aprendió nada”, apostrofó. Tal vez en esa materia, porque parece haber aprendido a no ponerse límites en la consecución de un objetivo personal.
Veinte días antes del aniversario cuadragésimo séptimo del Golpe de Estado de 1976, el ministro de Seguridad bonaerense Berni dijo que el modelo salvadoreño de “estado de excepción” que suprime derechos y garantías constitucionales es “música para mis oídos”. En dos minutos se contradijo.
Intérprete vernáculo de alguna versión de Rambo, el médico militar retirado ha hecho uso y abuso de la imagen publicitaria de duro, del que va “al frente” en los operativos contra la criminalidad, con el arma en la mano, como si las detenciones de personas fueran funciones intrínsecas del titular del Ministerio.
“No me sonroja decir que creo que Bukele me copió lo que tengo en la cabeza”, dijo Berni en un reportaje, en el que también afirmó: “No tengo ninguna duda de que la solución de la Argentina es el camino que llevó adelante Bukele”. Sin embargo, no lo pudo sostener ni en la misma entrevista.
El modelo de Bukele en El Salvador combina el punitivismo normativo con el discurso religioso acerca de lo “torcido” que Dios sabe “enderezar”, mediante la aplicación de castigos.
Según un reporte de la agencia Associated Press, en su gestión presidencial se produjeron 65.291 detenciones de personas presuntamente relacionadas con las pandillas, de las cuales unas 57 mil están procesadas sin condena.
También se registraron 3.745 casos de personas liberadas por ausencia de pruebas y 7.900 denuncias de abuso estatal ante la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Pero a partir de comienzos de este año redujo la tasa de homicidios de su país, según la versión oficial, “a cero”. Allí radica una parte del atractivo de su modelo que elimina derechos y garantías individuales como precio a la “pacificación”. La otra parte está relacionada con lo que, en otro contexto, Rita Segato llama pedagogías de la crueldad.
También en un contexto diferente, Argentina experimentó hace 47 años un modelo de pacificación de la violencia –en aquella ocasión asociada a la política– desde el Estado a través de prácticas terroristas, en el que la población cedió libertades individuales en pos de un resultado deseado.
La última dictadura “pacificó” el país con cárceles clandestinas, torturas, asesinatos, fusilamientos, robo de bienes y supresión de identidad de personas recién nacidas, abusos sexuales y otro tipo de vejámenes.
A diferencia del modelo de Bukele, los ejecutores de aquellos crímenes son juzgados desde hace una década con los mismos derechos y garantías constitucionales que cualquier delincuente común y, en general, poseen mejores condiciones de cumplimiento de la condena porque la cárcel replica intramuros las diferencias sociales que existen afuera.
Las víctimas y sus familiares no clamaron fusilamientos sino juicios justos con garantías del debido proceso. Eso constituyó uno de los pilares del pacto democrático laboriosamente construido por la sociedad argentina a partir de 1983.
Volviendo al sheriff Berni, su máscara se cae al poco de andar. Si bien exterioriza en sus conductas públicas un modelo de demagogia punitiva aplicado desde una fuerza política de origen popular, en las mismas entrevistas que alabó a Bukele –seguramente en busca de una porción de votantes que adhieren a las nuevas derechas– terminó por contradecirse.
Berni sostuvo en una charla radial que el país atraviesa “un problema delictivo pero con un fenómeno distinto al de Las Maras (la pandilla salvadoreña) que es el del narcotráfico, pero es totalmente distinto”. Difícil entonces aplicar la misma solución a problemas diferentes.
“No es la misma realidad de la Argentina”, sostuvo el ministro bonaerense, para quien “el país está pasando por una decadencia del sistema penitenciario”, apreciación poco cuestionable.
Destacó la “importancia del servicio penitenciario” en la “reinserción” de las personas privadas de la libertad, “porque eso es lo que dice nuestra Constitución”. Es decir, resocialización y no castigo, como promociona el modelo de Bukele basado en infligir dolor para enderezar.
Foto: Télam
Berni propuso en ese mismo reportaje, brindado a María O’Donell, que “el preso tiene que trabajar” para mantener a su familia y evitar que “nuevamente entre en el delito”.
También dijo que concibe una agencia que reinserte laboralmente “a los presos cuando cumplen su condena”.
Como lo que busca es un efecto inmediato en la opinión pública más que el desarrollo de una política racional que provoque los resultados buscados a mediano y largo plazo, también dijo en esa entrevista que los presos no pueden dejar la cárcel al haber cumplido la condena si no tienen un trabajo.
Contradictoriamente con la música que supone para sus oídos el modelo de Bukele, sostuvo: “No estoy hablando de quitar garantías constitucionales ni un estado de excepción”. ¿Y entonces?
Una de las consecuencias de la demagogia punitiva –que no previene delitos ni garantiza justicia, sino que alienta fantasías de venganza– quedaron expuestas en el rostro del ministro de Seguridad chocando contra puños y botellas cuando apareció en helicóptero en el partido de La Matanza tras el asesinato del chofer de colectivos Pedro Daniel Barrientos, el último lunes.
El episodio de la violenta agresión, más allá de los debates sobre si estuvo o no fogoneado políticamente, revela el aspecto más peligroso de la crisis de seguridad pública: el hartazgo social. Avivado 24×7 por la palabra mediática hegemónica que se postula como representación de “la voz de la gente” sin ningún conocimiento sobre el asunto. Sólo echar leña al fuego.
La receta del aumento de penas, de la baja de la edad de imputabilidad, de las restricciones a las excarcelaciones y el incremento de las prisiones preventivas ya se probó sin obtener los resultados esperados, desde las leyes Blumberg para acá.
La mentada “puerta giratoria” parece haberse trabado, porque la población carcelaria se incrementó por encima del crecimiento de la población total. En Santa Fe se duplicó en 10 años la cantidad de personas privadas de la libertad, la mitad sin tener una condena.
Sin embargo, el desentendimiento de las fuerzas políticas populares acerca de los problemas de seguridad pública, que abandona como un asunto propio de “la derecha”, y la ausencia de políticas de estado integrales de los gobiernos allanan el camino a la oferta de salidas fáciles y rápidas, como los tiempos mandan. Resolver el problema a un click.
“Un Estado presente no es un estado violento”, se titula un documento del Centro de Estudios Legales y Sociales de 2014, que entonces advertía sobre la “necesidad de una respuesta democrática efectiva a los problemas del delito y la violencia”.
Como suele decir el diputado santafesino Carlos Del Frade, el Estado no está ausente en los barrios marginados de Rosario sino presente a través de los nichos policiales corruptos que alimentan a las violentas bandas narcopoliciales del menudeo de drogas.
La ausencia más notable, en todo caso, es la de la politización no electoral de “la inseguridad” y el debate público acerca las herramientas estatales para “torcer” las causas de la criminalidad, que exceden largamente –aunque incluyen– el sistema penal, el carcelario y las fuerzas de seguridad.
Fuente : redaccionrosario.com
Si te ha gustado, ¡compártelo con tus amigos!