El autor profundiza en las distintas variables históricas y geopolíticas que derivaron en el golpe militar en Myanmar, la antigua Birmania. El rol de China y Occidente en un complejo ajedrez de intereses estratégicos
Por Andrés Ruggeri
El pasado 1 de febrero los tanques y las tropas en las calles evidenciaban que se estaba dando un golpe de Estado militar en Myanmar, la antigua Birmania, un país del que apenas se habla en nuestra región. El golpe derribó a la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, que aunque no era la presidenta formal era la personalidad dominante del gobierno. Famosa en Occidente por sus largos años en arresto domiciliario como líder del movimiento prodemocracia, su prestigio cayó en picada cuando defendió, incluso en la Corte Penal Internacional, la expulsión y “limpieza étnica” de cientos de miles de musulmanes rohingyá del estado de Rakhine, en el oeste birmano. A pesar de esto, su nueva detención (a los 75 años) fue un golpe a las esperanzas democratizadoras y la preocupación por la instalación de una nueva dictadura en Myanmar crece desde entonces, acrecentada por la censura de las redes sociales, corte de comunicaciones, cacerolazos, movilizaciones y represión.
Aunque nada está muy claro, la interpretación del episodio en clave de una “nueva guerra fría” donde aparece la mano de China, cuyos negocios con Myanmar estarían más garantizados por los militares que por la líder depuesta, acompaña gran parte de los análisis en los medios de occidente (1). Nos proponemos problematizar este tópico en clave de la historia de la propia Myanmar antes que una dudosa geopolítica de salón.
Una visita a Myanmar
Para la narrativa habitual de Occidente, Myanmar tenía todos los condimentos para convertirse en una causa indiscutida. Un país herméticamente cerrado por una dictadura militar excéntrica y con orígenes socialistas, al estilo Corea del Norte. Una líder prodemocracia que abogaba por la protesta pacífica y sometida a largos confinamientos, de quien se podía hacer una fácil analogía con Gandhi o Mandela (o más bien con la imagen despolitizada que se construyó de ellos). Y una cultura profundamente budista, capaz de captar las simpatías new age y del misticismo admirador de la filosofía oriental, como en el Tibet. Por otra parte, los confines montañosos de Birmania eran el teatro de operaciones de una sórdida guerra entre el Ejército y las guerrillas étnicas, un escenario de aventuras exóticas y selváticas para los periodistas occidentales aspirantes a premios Pulitzer y terreno fértil para todo tipo de ONG, mezclados con narcos, mercenarios y contrabandistas. Esas fronteras caóticas fueron durante mucho tiempo el único acceso del periodismo occidental al misterioso país.
El comienzo de la apertura democrática en 2010 significó también la apertura a los visitantes de esa hermética nación. Tuve la oportunidad de recorrerlo en bicicleta (lo que da una oportunidad de alejarse de los sitios turísticos) en el verano de 2013 (2), cuando ya se había iniciado la transición y Suu Kyi ya había sido liberada pero todavía su partido (la Liga Nacional por la Democracia) no había asumido el gobierno. Vimos una nación que estaba saliendo de un prolongado aislamiento, agravado por un bloqueo de más de 20 años por parte de los Estados Unidos y sus aliados, que se notaba en la falta de infraestructura y el abandono de edificios y rutas. Era un país sorprendente, pues mientras sus vecinos del Sudeste Asiático habían vivido un boom económico, Myanmar se nos presentaba como si estuviera recién salida del dominio colonial británico, varias décadas atrás, con la tecnología digital brillando por su escasez, con cortes de luz cotidianos, vehículos de varias décadas atrás conviviendo con los más modernos, barrios desvencijados y pagodas con cúpulas doradas. Vimos cuadrillas asfaltando rutas a mano, picando la piedra y calentando la brea con fuego al costado de la ruta, norias tiradas por bueyes, carromatos en las rutas a tracción animal, incluso fábricas textiles artesanales que visitaban los turistas pero que proveían a los pobladores de la zona. Pudimos también experimentar en una pequeña dosis el funcionamiento del largo brazo de un Estado represivo con un amplio sistema de control político y social, que para que no nos quedemos en lugares “no autorizados para extranjeros” puso a seguirnos una batería de policías de uniforme y de civil. Pasamos también, sin saberlo, por la zona habitada por los rohingyás y por aldeas habitadas por hindúes (de una de ellas la policía nos obligó a salir).
Recorrer un país como Myanmar, tan diferente a nuestra región pero también a sus propios vecinos del sudeste asiático, significa hacerse preguntas. Y una era quién era realmente “La Dama”, Aung San Suu Kyi. Su trayectoria de lucha democrática y su popularidad eran innegables. No era difícil ver carteles con su cara en humildes puestos callejeros, o incluso en los telares artesanales del lago Inle, así como también los retratos o estatuas de su padre, el general de la independencia Aung San. Pero tanto apoyo de las potencias occidentales y un discurso demasiado parecido a las “revoluciones de colores” neoliberales llamaban la atención. Un joven maestro que conocimos en un monasterio budista en el que tuvimos que pasar la noche por la negativa de los hospedajes para albergarnos (casualmente en la ciudad de Mytkina, donde estalló un par de años después el conflicto rohingyá), se mostraba muy esperanzado en la llegada de la democracia, que juzgaba imparable, pero con un discurso liberal. Sin embargo, estaba claro que la pobreza del país, comparado con la pujanza de su vecina Tailandia, y el fracaso de un régimen que se llamaba a sí mismo socialista, empujaba esa visión.
La "vía Birmana al socialismo"
Birmania es un complejo país con una etnia mayoritaria y de religión budista y decenas de minorías que aspiran a tener, como mínimo, mayor autonomía. Desde la independencia de los británicos, en 1948, los conflictos políticos (entre las fracciones del partido anticolonial, insurrecciones comunistas, movimientos prodemocráticos) y étnicos (con las distintas minorías, incluyendo los rohingyá y amplias guerrillas en las fronteras) fueron la característica excluyente de la política birmana. La larga dictadura que empezó con el golpe del general Ne Win instauró la “vía birmana al socialismo”, que nacionalizó las principales áreas de la economía y realizó una amplia reforma agraria, manteniendo un extremo no alineamiento durante la guerra fría. Un modelo que, para fines de los 80, mostraba su agotamiento económico y político, dando lugar a las protestas encabezadas por Suu Kyi y que llevaron a una dictadura más dura aún.
El régimen militar afloja su mano de hierro en 2010 y libera a Suu Kyi después de casi 20 años de arrestos domiciliarios, acordando una transición política basada en una nueva Constitución hecha para perpetuar el poder militar gane quien gane (como la Constitución chilena de Pinochet) y pensada para excluir a “la Dama” de la presidencia. La larga transición parece llegar a su fin cuando en 2015 la LND finalmente logra un aplastante triunfo que le da el gobierno. Suu Kyi no puede ser la presidenta pero se inventa para ella el cargo de Consejera de Estado y dirige el gobierno de hecho. No pasó mucho tiempo para que estallara el conflicto rohingyá y su prestigio mandeliano cayera por los suelos…en Occidente.
Uno de los problemas políticos que debió afrontar Suu Kyi con el conflicto rohingyá reside en que su base electoral, étnicamente birmana, apoya mayoritariamente la discriminación y la persecución a este pueblo. Y los militares, que conservan constitucionalmente parte del poder y se autogobiernan, aprovecharon la situación, cometieron todas las violaciones de derechos humanos imaginables y pusieron a Suu Kyi en la incómoda posición de volverse impopular hacia adentro o hacia afuera. Eligió tirar por la borda su prestigio en Occidente y conservar el gobierno, por lo menos hasta el golpe del 1 de febrero.
Razones para el golpe
El nuevo gobierno abandonó el anterior esquema de economía planificada y condujo una apertura a inversiones extranjeras tanto en infraestructura como explotación de recursos e instalación de industrias. Un breve análisis de cómo se desarrollaron las variables económicas durante los años de la LND en el gobierno muestra un crecimiento empujado por las inversiones externas y el retorno de la capacidad exportadora de materias primas y de algunas manufacturas, especialmente textiles, con tasas de crecimiento anual del orden del 7,5%. Las exportaciones de gas y petróleo superaron a las tradicionales de arroz y madera. En suma, un país que se transforma y empieza a insertarse en una economía mundial que requiere nuevas reservas de mano de obra barata, especialmente para cadenas industriales como la textil, que necesitadas de fuerza de trabajo a bajo costo y abundante para suplantar el encarecimiento de los salarios chinos, se lanzaron a explotar la reserva de trabajadores casi intocada que representa Birmania.
Ahora bien, es la propia China la principal inversora en la recientemente abierta economía de Myanmar, representando el 35% del comercio exterior del país. Las relaciones entre China y Birmania son históricas y precedentes a la colonización europea. El proyecto de vías comerciales y logísticas que se enmarca en la “nueva ruta de la seda” impulsada por Beijing reactualiza la famosa “carretera de Birmania” construida por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Los chinos no dejaron de comerciar con Birmania porque Estados Unidos lo dijera, y lo siguieron haciendo después de la apertura y no hay razón para que dejen de hacerlo ahora. Incluso en la época de Mao, a pesar de que un partido maoísta mantenía una lucha armada contra el gobierno militar, solo durante un breve período hubo una ruptura entre ambos países. Tampoco hay nada que lleve a pensar que tuvieran un interés especial en que cayera el gobierno de Suu Kyi, con el que venían haciendo excelentes negocios. Sería también una pésima prensa para el principio que rige las relaciones internacionales de China, es decir, no meterse en los asuntos internos de los demás, en contraste de la pretensión occidental permanente de imponer condiciones políticas a cambio de apoyo económico.
¿Quién fue?
La hipótesis de la “mano china” que expresan medios de las potencias occidentales y, en nuestro país, defendida por un llamativo artículo en Página 12 (3) está asentada sobre el poco entusiasmo chino para condenar el golpe, argumentando que “se trata de un asunto interno”. En realidad, la primera reacción china fue ver detrás del golpe la mano de los Estados Unidos (4). Pero, por otra parte, es central en su línea de conducta internacional la garantía de no inmiscuirse en los problemas internos de los países, lo que, además de su ya innegable potencial económico, es un aliciente para que gobiernos que no suelen tener el beneplácito de las potencias prefieran hacer negocios con China y no con Occidente. La segunda “prueba” es la gira del canciller chino por Myanmar y su reunión con el general Min Aung Hlang, cabeza del golpe, que en realidad estaba en una gira regional y se vio antes con Suu Kyi y después con el general, que era un alto cargo del gobierno depuesto.
China ya tenía fuertes relaciones económicas con Myanmar antes de la transición democrática, es decir, con la dictadura militar, los acrecentó con el gobierno democrático y los seguirá teniendo con el que siga. La acusación contra los chinos generó fuertes reacciones en la prensa china, que cuestiona que los occidentales solo consideren como válido su modelo de gobierno y no contemplen otras posibilidades (5). Claro que aquí los “otros modelos” ya son conocidos.
Todo indica que tanto las potencias occidentales como China fueron tomadas por sorpresa por este golpe. Inscribirlo como una simple jugada de ajedrez de la “nueva guerra fría” es desconocer que hay lógicas internas del país que entraron en juego. La victoria aplastante de la LND, consagrada en las últimas elecciones (cuyo desconocimiento por el Tatmataw fue el detonante de la crisis) implicaría para las Fuerzas Armadas el declive de su influencia en el gobierno y especialmente la posible pérdida de poder económico, pues administran varias empresas estratégicas. Los riesgos de una ruptura del orden democrático son principalmente en materia internacional, pero los militares birmanos están acostumbrados al aislamiento internacional, que con una economía que duplicó su PBI en los últimos 15 años y varios acuerdos ventajosos para los inversores externos tiene mejores perspectivas de ser soportado. En ese esquema, dar un golpe de Estado tiene una lógica propia, más plausibles que la subordinación a intereses foráneos, aunque sean los de China.
Por último, las señales que las “potencias democráticas” han ido dando al mundo en los últimos años no han sido muy claras: maniobras de lawfare contra opositores o líderes progresistas, aval a golpes de Estado parlamentarios o policiales, por no hablar del penoso espectáculo de los últimos días de presidencia de Donald Trump, con manifestantes tomando el mismo Capitolio. ¿Por qué los birmanos deberían ser diferentes?
En suma, lo que está en disputa en Myanmar es la continuidad de un proceso de transición democrática controvertido y complejo, con aristas que no son del todo asimilables a la salida de las dictaduras latinoamericanas o a la supuestamente modélica España del Pacto de la Moncloa. La disputa por la construcción de un Estado nacional puramente birmano subordinando a múltiples minorías étnicas o un Estado que respete sus autonomías está en juego, pero no necesariamente en la coyuntura del golpe. Ambos proyectos, el de la Liga Nacional por la Democracia y el de los militares del Tatmatow, coinciden en la primera de las opciones. En un caso, con mayor apertura al diálogo y buscando acuerdos, en el otro directamente por la represión y la guerra, que además es un negocio.
Nada indica que el golpe desate grandes cambios en el juego geopolítico: Myanmar continuará siendo un Estado en integración con la región y con una sólida vinculación económica con China. El golpe puede hacer aún más estrecha la dependencia de los chinos en la medida en que el restablecimiento de sanciones los obligue. Si la jugada china es apoyar el golpe para desatar esa carambola, es de una particular sutileza, y solo basta que las potencias occidentales no lo hagan para desarticularla. Y quizá a eso se deba la prudencia de estos países, más allá de declaraciones altisonantes, a la hora de condenar el golpe. Los temores que manifiestan los chinos son, por el contrario, que Myanmar deba interrumpir negocios ya acordados y afronte un retroceso de su apertura económica. China, como sabemos, podrá estar gobernada por el Partido Comunista, pero en sus relaciones económicas externas defiende a capa y espada la libertad de mercado.
En este complejo ajedrez, el pueblo birmano tiene la respuesta. Masivas manifestaciones y cacerolazos, encabezados por estudiantes y trabajadores, salieron a expresar su protesta por el golpe. Independientemente de las declaraciones y del juego diplomático, esa presión es la única que puede hacer ceder a los golpistas o, en el peor de los escenarios, ser aplastada por la fuerza.
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