La licenciada en Psicología María Carolina Pavlovsky reflexiona: "La heteronorma no es una abstracción, viene en el envase de recomendaciones profesionales para terapias de pareja, y en toda una micropolítica de la salud mental new age que superficializa la complejidad de los vínculos amorosos".
Por María Carolina Pavlovsky / Ilustración: Gabriela Canteros
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Las expectativas sociales de la heteronormalidad acerca del supuesto éxito de una relación amorosa, “coronamiento” del vínculo, satisfacción, concordancia mutua, etc., hoy sorprenden por vetustas y obsoletas.
Esperamos que la nena se case por fin con un profesional exitoso o el nene se case con una chica sencilla de buena familia. El príncipe azul, imagen de la “nobleza” o clase dominante desde la Edad media europea.: blanco si es posible, que “prometa la felicidad” (Sarah Ahmed) del confort hogareño y económico de un buen pasar. Y la chica modosita no es la streaper desvergonzada y explosiva que ven tantos varones heteros en sus sueños.
En la vida real de hombres y mujeres, nuestro mundo afectivo no parece adecuarse tan prolijamente a estos parámetros exitistas de felicidad conyugal o de emparejamiento.
Hombres y mujeres heterosexuales adultes no encuentran el manual correcto de cómo vivir los amores aún hoy, siglo XXI.
Hay un supuesto de que la verdadera realización de un vínculo amoroso tiene que cumplir ciertos requisitos. No se puede amar de cualquier manera, hay una manera heteronormal de amar, que no sólo se aplica a los sujetos heterosexuales.
Concebimos la vida en términos de linealidad cronológica, de metas sucesivas a cumplir, de logros a alcanzar: una temporalidad UNILINEAL especifica, en el modo en que “escalamos” nuestra existencia, y sobre todo en el modo que transitamos los vínculos amorosos: uno siempre debe estar “superándose” a lo largo de la vida, también en lo que a “pareja” se refiere.
“Tener” una pareja estable: ¿no es el sueño de tantes? Estable emocionalmente, o de duración en la línea cronológica de tiempo, (estabilidad que se paga con un precio muy alto a veces). Si acaso un matrimonio de décadas pueda depararnos la gracia o la maldición de la longevidad, estos vínculos idealizados socialmente, no nos protegen del encuentro cotidiano con nuestros terrores más secretos, aquellos que nos desvelan hasta el último día, o de la incertidumbre angustiante que supone la vida misma.
Puesto que en el lecho de nuestra última agonía, estamos y quizás necesitemos estar solxs, aunque más no sea para ser testigos del último destello.
Estos “imaginarios”, en tanto mandatos patriarcales transmitidos como “consenso social”, relegan a la mujer a un lugar pasivo de espera, o queda capturada en la matrimonialización (contrato de apropiación y patria potestad) de su sexualidad; a su vez al hombre lo aliena en un destino irremediablemente conformista, o eternamente competitivo y también impotentiza y escotomiza su deseo.
Son mandatos de clase. El “pensamiento” heterosexual es toda una política que captura nuestros cuerpos y nuestra multiplicidad afectiva; son un conjunto de heteronormas de clases dominantes impuestas a clases oprimidas (Monique Witting).
La heteronorma no es una abstracción: viene en el “envase” de consejos de amigos/as, indicaciones “terapéuticas”, recomendaciones profesionales para terapias de pareja, y en toda una micropolítica de la salud mental new age que superficializa la complejidad de los vínculos amorosos, cuando no somos nosotres mismes como profesionales de la salud, quienes “regulamos”, ayudamos a “superar” las etapas dolorosas del amor, como si el sufrimiento o el amor no fueran parte de la existencia misma.
Amar es arriesgarse, estar siempre en el borde y el centro de una tempestad, del ACONTECIMENTO, no hay “inmunidad” ante amor.
El amor no es solamente egoísta, posesivo; expansivo o dador. Creemos que somos dueñes de nosotros, pero el amor no cumple metas ni logros individuales, siempre se trata de “bodas contra natura”: se ama como se aman la abeja y la orquídea (G.Deleuze).
Es un destello: nos hace brillar en ese borde riesgoso donde estamos comprometides porque estamos sumergides en la experiencia, en la que nunca se sabe de qué se trata, ni cómo nombrarlo.
Se trata de fuerzas vitales que nos mueven, nos resubjetivizan, fuerzas a veces en conflicto, fuerzas con sus peligros inmanentes.
En cuanto intento “darle nombre”, explicar, categorizar, justificar la vivencia (singular, específica a cada cuerpo) del amor, no puedo evitar caer en normas reduccionistas, binarias, y exitistas.
El amor sexual es intrínsecamente cruel, pues es una línea de aceleración incalculable, no predecible, que penetra los cuerpos, los muta, los mezcla, los arrastra. El amor no deja de interpelarnos una y otra vez: es revolucionario.
Cabe preguntarnos entonces: ¿hasta dónde podemos experimentar las intensidades del amor sin involucrar en este desafío el desgaste del cuerpo, el ametrallamiento de nuestra alma? ¿Hay alguna a otra salud que la de un cuerpo que sobrevive lo más lejos posible a sus propias cicatrices? (G.Deleuze).
No hay método ni recetas, sólo nos queda la experimentación.
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