"Cómo puede ser que a ningún/a colega se le haya ocurrido meditar críticamente sobre un punto de inflexión en nuestra cultura, y que a su vez podría hacer las veces de faro para superar algunas falsas grietitas de manual, a saber, que el actual Papa sea argentino y que haya sido analizante en Buenos Aires?"
Por Julián Ferreyra* | Ilustración: Matías De Brasi
"Consulté a una psicoanalista judía. Durante seis meses fui a su casa una vez a la semana para aclarar algunas cosas. Ella era médico y psicoanalista y siempre se mantuvo en su lugar. Después un día, cuando estaba a punto de morir, me llamó. No para recibir los sacramentos, dado que era hebrea, sino para tener un diálogo espiritual. Era una persona muy buena. Durante seis meses me ayudó mucho, cuando tenía 42 años." PAPA FRANCISCO (2007)
I.
Habemus Papam (2011) es una comedia dramática dirigida por Nanni Moretti, donde un cardenal es elegido Papa en contra de sus más íntimos deseos. El mismo Moretti hace el papel de un psicoanalista que es convocado para ayudar al Papa a superar lo que para el resto del Colegio Cardenalicio sería algo parecido al pánico. Pero por suerte la realidad es ficción aumentada: no sólo porque el actual Papa sea un argentino, sino porque también nos hemos enterado que se trata de un Papa que ha atravesado por motu proprio un psicoanálisis.
Francisco sostuvo un psicoanálisis durante seis meses entre 1978 y 1979. El por entonces Jorge Bergoglio, superior provincial jesuita, vivía en Buenos Aires. De ahí que nada nos impide suponer, o quizás más bien ficcionar, que Francisco se analizó en el barrio de Villa Crespo. Desde este interés por la ficción, por añadidura, advino lo que en términos freudianos denominamos una construcción: una investigación profanamente ensayística sobre psicoanálisis, religiosidad y política que en mucho supera, pero sintomáticamente representa, la figura del actual Papa.
Un tratamiento analítico que transcurrió durante el período en que el por entonces Papa Juan Pablo II había oficialmente prohibido a las psicoterapias para los sacerdotes. Esto no lo inscribiríamos como una transgresión, ya que no han sido nunca los jesuitas demasiado obedientes del Santo Oficio. Pero sí resulta relevante que el actual Obispo de Roma se haya analizado en tiempos de Terrorismo de Estado en nuestro país. ¿Buscaría refugio? ¿Habrá encontrado un lugar para formalizar alguna pregunta ética acerca de su posición de referente eclesiástico en el marco de la represión y la tortura? ¿Hubo algún pecado terrenal de imposible resolución por la vía de la absolución divina o legal? ¿La impotencia quizás sentida habrá sido intolerable, al punto de llevarlo a eclosionar neuróticamente? ¿Qué le permitía un psicoanálisis que un dispositivo confesional clásico no? ¿Un más acá o más allá de la fe? ¿Qué habría en ese dejarse tomar por la palabra, la suya y no la de Dios, que lo interpeló? Quizás la posibilidad de una escucha de alguien Otro, de esa analista mujer y al mismo tiempo judía, le resultase menos áspero, más cómodamente hospitalario. ¿A qué se referirá el Papa cuando en el parágrafo citado al principio dice que concurrió para “aclarar algunas cosas”?
Desde estas preguntas nos detenemos en su formulación, es decir antes de su respuesta, para evitar especular: y no por temor a la corrección de los historiadores y/o eruditos, sino más bien porque mejor que especular es ficcionar.
II.
¿No será hora de revisar qué entendemos por “Iglesia” en psicoanálisis? ¿No hemos literalizado el término, y consecuentemente reducido la crítica del fenómeno institucional a un mero hecho organizacional? ¿No estamos demasiado cómodos en esa diferencia maniquea entre Iglesia o fenómeno de masas y Psicoanálisis? ¿Tan seguros estamos de estar curados, exorcizados, de no ser más papistas que el Papa en nuestro psicoanálisis actual? Ante un fenómeno histórico tan complejo como el de la religiosidad, en especial el de la religión católica y su influencia en nuestra cultura popular, ¿responderemos sin responder a la demanda? ¿Alcanza con respuestas snob, que en vez de protestar se asemejan más a un berrinche infantil o a una posición neoprotestante?
¿Cómo puede ser que a ningún/a colega se le haya ocurrido meditar críticamente sobre un punto de inflexión en nuestra cultura, y que a su vez podría hacer las veces de faro para superar algunas falsas grietitas de manual, a saber, que el actual Papa sea argentino y que haya sido analizante en Buenos Aires?! ¿No es demasiado importante que la actual cabeza de la religión más representativa del mundo hable en porteño, tome mate, sea futbolero y furiosamente argentino? ¿Hay en el modo de hablar, en un habitus, simplemente marcas identificatorias? ¿Será que, nuevamente, la respuesta a esta última pregunta sea un pueril sentimiento de extraterritorialidad de ciertos psicoanalistas a eso que llamé “nuestra cultura”?
En este escrito dejo al menos planteada una tesis provisoria que desarrollo en otro lugar, a saber, que el significante Francisco vino a sintomatizar la relación entre psicoanálisis, catolicismo y cultura popular argentina.
El psicoanálisis es un sincretismo de la medicina. El trabajo en torno al síntoma consiste en tornarlo sincrético, permitiendo un uso no meramente utilitarista. La transferencia es un espacio/tiempo sincrético, así como es sincrético también el deseo del analista. Freud, al consignarle al psicoanálisis un estatuto que aún no existía en la cultura, auguraba que los practicantes de su joven ciencia, él incluido, no tuvieran la necesidad de ser médicos ni el derecho de ser curas: “que ningún analista se sienta más de lo que es, ni menos de los que puede ser”, diría un Freud evitista.
Un/a psicoanalista no se detiene en el poder de la confesión, sino que la transmuta en otra cosa, cosa divinamente subvertida, pervertida en su objeto, subversiva por defender al hecho humano, mortal y sexuado, y hacerlo tender puentes, religare, con esa potencia que es el deseo. Porque un psicoanálisis transmite una poseducación, a saber, que el deseo humano es lo contrario, no se reduce, se resiste, al individualismo. De esto sabía tanto el sacerdote psicólogo tercermundista Ignacio Martín-Baró, como también el padre Carlos Mugica.
III.
Francisco estuvo en un consultorio una vez por semana. Fue analizante en Villa Crespo, que es un barrio sincréticamente judío, contemplando este hecho un sentido del humor muy interesante para juzgar cómo alguien elige a su analista. No es poca cosa que alguien se incline por variables imaginarias —¡¿son solamente imaginarias?!— tan antitéticas, o aparentemente opuestas, a las propias. Concurrió sólo 6 meses; calculamos, 24 sesiones: el equivalente a lo que hoy, más o menos, admitiría una obra social o empresa de medicina prepaga. ¿Poco o mucho tiempo? Esa pregunta o no viene al caso, o no sirve, o es de esas que deben ser rectificadas. ¿No es acaso una eternidad lo que puede acontecer en el reducido tiempo de una sesión?
Se psicoanalizó siendo Bergoglio. Un Papa no adopta un nombre para su principado cual si se tratara de un título o (con)decoración. Se trata de un bautismo, pero también de un primer acto de gobierno. En el caso de Francisco este acto bautismal implicó un cambio de posición… política. Habiendo sido otro, se psicoanalizó. ¿Por qué no pensar que fue esta experiencia la que permitió, a posteriori, ir más allá de su nombre, de sus dilemas mundanos como arzobispo argentino, tomado por roscas y pequeñas diferencias narcisístico-políticas con otros próximos? ¿Por qué no conjeturar o ficcionar que Francisco es el nombre de analista de aquel Bergoglio analizante?
No sólo eligió un nombre que no es cualquiera para el largo linaje de Pedro, sino que su primer acto desde el nombre Francisco consistió en un pedido: que recen por él. ¿No es acaso esto lo que pasa en un psicoanálisis, un saber-pedir? Pedir sin exigir ni demandar, pedir nada: que recen. Que le den lo que no se tiene a quien no es [Dios]: un pedido amoroso. Un recordatorio de su falibilidad, de su necesidad de amor mundano. ¿Hay lo divino sin lo mundano? Todo un gesto en torno al ejercicio del poder, vislumbres de un modo de concebir la conducción político-espiritual.
Sostuvo la confidencialidad y prefirió no dar a conocer la identidad de su analista. ¿Habrá recordado su oficio de confesor? Quizás simplemente prefirió el gesto de comunicar al mundo su pasaje por un psicoanálisis, pero sin ánimos de generar un hecho televisivo, que fomentara el chimento y cosas por el estilo. O quizás también pescó un hecho interesantísimo: que hacia el final de un tratamiento el nombre de un/a analista termine siendo lo menos importante, incluso algo anecdótico. Alguien liquida una transferencia en el momento en que va más allá del nombre, incluido el del analista, para resituarlo en el lugar de persona, de afecto, de par, etc. Esto es también por supuesto válido para el propio nombre.
Siendo aun Bergoglio, luego de concluir el tratamiento, volvió a hablar con esa psicoanalista, cuando ésta se encontraba en su lecho de muerte. Fue ella quien lo buscó para lo que fue, según él, un intercambio cálido, tierno y estrictamente espiritual: ni para analizarlo ni para recibir de él sacramentos que no se correspondían con sus creencias. Ante la muerte, la lucidez de no caer en lugares comunes, de sostener la inconmensurabilidad: no sólo la existente entre psicoanálisis y catolicismo, sino la inconmensurabilidad que cualquier discurso, incluido el religioso, presenta ante el enigma de la muerte.
De la sucinta declaración —¿confesión?— acerca de su pasaje por un psicoanálisis, Francisco aporta que el motivo de consulta fue “aclarar algunas cosas”. No podremos saber qué fueron esas cosas, y además ello no nos serviría para nada más que para satisfacer una curiosidad de poca monta. En un psicoanálisis las cosas o tópicos que se presumen puntuales, fundamentales, no son necesariamente insignificantes pero sí, desde todo punto de vista, secundarias.
Podríamos especular pero no es la intención. Antes bien, llama más la atención la idea de ir a un psicoanálisis como medio para “aclarar”. Tal como reza el refrán, si se aclara puede llegar a oscurecerse, y es esto mismo lo que acontece en un psicoanálisis. Afirmar esto suena fuerte, quizás desproporcionado. Por supuesto que un psicoanálisis produce saldos de mayor esclarecimiento, nadie negaría ello. No obstante, que el intento por aclarar resulte fallido y oscurezca no es precisamente una mala noticia, sino un interesante efecto paradojal. No toda claridad es necesariamente certera, útil y provechosa; es por ello que existe una dialéctica que se juega entre claridad y oscuridad en un psicoanálisis, en el tiempo de una sesión, y en el trabajo propiamente dicho que realiza quien se analiza. Un claroscuro habitable, tal como la ficción real que implica un psicoanálisis: divino en tanto finaliza abrazando su incompletud.
* Julián Ferreyra es psicoanalista y autor de #PsicoanálisisEnVillaCrespo y otros ensayos (La Docta Ignorancia, 2020), en donde se encuentra la versión extendida de este escrito.
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