Días después de la invasión rusa de Ucrania, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, afirmó en el Parlamento Europeo que la UE estaba más unida que nunca y que se había avanzado más en materia de seguridad y defensa común “en seis días que en las últimas dos décadas", en referencia al desbloqueo de 500 millones de euros de fondos comunitarios para equipamiento militar para Ucrania. Un envío de armas que chocaba con los mismos tratados europeos que prohíben de forma expresa destinar fondos del presupuesto común a proyectos con “implicaciones militares o de defensa”. Demostrando una vez más que los tratados europeos son más flexibles según para qué cuestiones y según la relación de fuerzas de quien propone saltárselos. Si no, que se lo pregunten al pueblo griego que votó contra los memorándums de austeridad.
Unos meses antes de la invasión de Ucrania, en el discurso del estado de la Unión, Von der Leyen, exministra de Defensa alemana, afirmó que, ante la falta de confianza y en un mundo cada vez más convulso 1/,“lo que necesitamos es la Unión Europea de la defensa”. La remilitarización de Europa es una aspiración que las élites europeas llevan mucho tiempo escondiendo bajo paraguas tales como Brújula Estratégica o eufemismos como una mayor autonomía estratégica de la UE. Pero hasta ahora parecía contar con demasiados escollos para llevarse a cabo. La propia Von der Leyen se preguntaba retóricamente, en el mencionado discurso por qué hasta ahora no se ha avanzado en una defensa común: "¿Qué nos ha impedido avanzar hasta ahora? No es la escasez de medios sino la falta de voluntad política". Justamente esa voluntad política es la que parece sobrar desde la invasión de Ucrania, que se ha convertido en la coartada perfecta para la aceleración de la agenda de máximos de unas élites neoliberales europeas que ya no solo ven en la remilitarización de la UE su tabla de salvación, sino abiertamente el nuevo proyecto estratégico de integración europea para complementar al constitucionalismo de mercado que ha imperado hasta ahora. Una Europa de los mercados y la “seguridad”.
En este sentido, el alto representante para la Política Exterior de la UE, Josep Borrell, afirmó en una entrevista al inicio de la invasión de Ucrania: “Los europeos hemos construido la Unión como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla. Y si no queremos que la jungla se coma nuestro jardín tenemos que espabilar.” Unos meses antes, el propio Borrell había presentado el Plan Estratégico para la Defensa Europa, afirmando que "Europa está en peligro". Hasta ahora ese peligro parecía provenir fundamentalmente de los flujos migratorios que han sido abordados desde la securitización de las fronteras de la Europa Fortaleza.
Una dinámica que, como define Tomasz Konicz, es consustancial al imperialismo de crisis del siglo XXI, que ya no solo es un fenómeno de saqueo de recursos, sino que también se esfuerza por aislar herméticamente los centros de la humanidad superflua que el sistema produce en su agonía. De modo que la protección de las relativas islas del bienestar que aún subsisten constituye un momento central de las estrategias imperialistas, reforzando las medidas securitarias y de control que alimentan un autoritarismo en auge (Konicz, 2017: 187-188). Una buena muestra de ello es el endurecimiento de las leyes migratorias de la UE en las últimas décadas. Un autoritarismo de la escasez que conecta perfectamente con la subjetividad del no hay suficiente para todos que décadas de shock neoliberal han construido entre grandes capas de la población. Este sentimiento de escasez está en el tuétano de la xenofobia del chovinismo del bienestar que conecta perfectamente con el auge del autoritarismo neoliberal del sálvese quien pueda en la guerra de los últimos contra los penúltimos.
Ante la falta de amenazas militares tradicionales que justificasen mayores gastos en defensa, la securitización de las fronteras 2/ exteriores de la UE se había convertido durante todos estos años en una mina de oro para la industria de defensa europea. Se trata de las mismas compañías de defensa y seguridad que se lucran vendiendo armas a la región de Oriente Medio y África, alimentando los conflictos que son la causa de la que huyen muchas de las personas que llegan a Europa buscando refugio. Las mismas empresas que luego proporcionan el equipamiento a los guardias fronterizos, la tecnología de vigilancia para monitorizar las fronteras y la infraestructura tecnológica para realizar el seguimiento de los movimientos de población. Todo un “negocio de la xenofobia” en palabras de la investigadora francesa Claire Rodier. Un negocio que, dada su opacidad y márgenes difusos, cuenta con cada vez más partidas presupuestarias en la UE disfrazadas de ayuda al desarrollo o de “promoción de buena vecindad”. De hecho, podríamos decir que lo más parecido a un ejército europeo que hasta ahora ha tenido la UE ha sido Frontex, la agencia que se encarga de administrar el sistema europeo de vigilancia de las fronteras exteriores como si de un frente militar se tratase.
La propia Frontex señaló el año pasado a Bielorrusia por permitir los cruces ilegales de frontera a Polonia y Lituania, acusándola de utilizar los flujos migratorios como “arma política” con la intención de desestabilizar a la UE. Una estrategia que analistas del Centro de Excelencia de Amenazas Híbridas de la UE y la OTAN no dudaron en titular como parte de las llamadas guerras híbridas. Incluso se ha llegado a dar un importante debate en el seno de la Alianza Atlántica sobre si este tipo de actos híbridos pueden invocar el artículo 5 de la OTAN, que estipula la defensa mutua. No sabemos cómo ni hasta qué punto terminó ese debate en el marco de la OTAN, lo que sí ha sucedido es que la Alianza Atlántica mandó diversos batallones disuasorios a cada país báltico (Estonia, Letonia, Lituania) además de a Polonia, mientras los países de la UE comenzaron la construcción de nuevas vallas fronterizas de concertinas en los cientos de kilómetros de la frontera comunitaria con Bielorrusia.
Al imaginario de invasiones bárbaras 3/ de la Europa Fortaleza y su deriva autoritaria, ahora hay que sumarle el peligro del nuevo imperialismo ruso. La coartada perfecta sobre la que construir el nuevo proyecto neo-militarista europeo que refuerce aún más el neoliberalismo autoritario europeo. Nada cohesiona y legitima más que un buen enemigo externo. “Europa está hoy más unida que nunca” es el nuevo mantra en los pasillos de Bruselas. Un mantra que se repite para alejar los fantasmas de crisis recientes y proyectar hacia el exterior que Europa vuelve a tener un proyecto político común.
Una Europa en crisis en busca de un proyecto común
Desde las sendas derrotas en referéndum del proyecto de Constitución Europea en Francia y Países Bajos, la UE perdió el horizonte de un proyecto de unidad política. El sueño federalista de un Estado europeo parecía desvanecerse. El rechazo popular al modelo de integración europea no solo fue desoído desde las instituciones y élites europeas, sino que, por el contrario, se aceleró el paso de las reformas estructurales con la máxima de mejor decretar que preguntar. En ausencia de una constitución política, se ahondó en el constitucionalismo de mercado en el conjunto de las normas comunitarias, destacando el Tratado de Lisboa que, aunque no tiene formalmente el carácter de una Constitución, se erigió como un acuerdo entre Estados con rango constitucional. Una especie de Constitución económica neoliberal que consagra las famosas reglas de oro: estabilidad monetaria, equilibrio presupuestario, competencia libre y no falseada.
Así, como sostiene Pierre Dardot:
“En ausencia de un Estado europeo, existe una expresión concentrada del constitucionalismo de mercado en el conjunto de las llamadas normas comunitarias que prevalecen sobre el derecho estatal nacional. La ecuación que se impone es la misma que la que formuló Hayek en su tiempo: primacía del derecho privado, garantizada por un poder fuerte. Esta primacía está consagrada en los tratados europeos; el poder fuerte encargado de velar por el respeto de esta primacía lo encarnan diversos órganos que se complementan, como el Tribunal de Justicia, el Banco Central Europeo (BCE), los Consejos interestatales (de jefes de Estado y de ministros) y la Comisión 4/.”
Órganos a los que tendríamos que sumar el Eurogrupo, que en la crisis de la deuda griega jugó un papel fundamental. Mecanismos de decisión institucionales no sometidos a ningún control democrático a escala supranacional, en donde el Parlamento Europeo no deja de ser un mero maquillaje.
Con todo, la ausencia de un proyecto político europeo más allá del rebuscado máximo beneficio de los mercados, de la constitucionalización del neoliberalismo y de la consagración de un modelo de autoridad burocrática protegida de la voluntad popular, ha ido erosionando poco a poco el apoyo social a la UE. Un proceso acelerado a raíz del encadenamiento de crisis en el seno de la UE que han afectado a su legitimidad e incluso a su propia integridad. Fundamental en este sentido ha sido la radicalización neoliberal del austeritarismo como respuesta a la crisis de 2008 y, sobre todo, sus consecuencias: un brutal aumento de la desigualdad, la aceleración en la destrucción de los restos del Estado del Bienestar y la expulsión de millones de personas trabajadoras de los estándares preestablecidos de ciudadanía. Y, sin embargo, hasta la fecha ha sido el Brexit la crisis que ha golpeado más traumáticamente a la eurocracia bruselense. Por primera vez, la UE no solo no ampliaba el club sino que perdía a uno de sus miembros. Y no a uno cualquiera. Así, la salida del Reino Unido hay que leerla no como una crisis más, sino como el síntoma mórbido de la profunda crisis que sufre la mutación neoliberal del proceso de integración europea. Una ruptura con la UE, hegemonizada desde la derecha, en clave de repliegue nacional y de un mayor acercamiento si cabe a EE UU.
Europa rompe su tabú militar
La dura, larga y no exenta de problemas negociación para aplicar el artículo 50 del Tratado de Lisboa por el que se ejecutaba la separación británica de la UE aumentó la melancolía de unas instituciones europeas que parecían asistir impasibles a su lento desmoronamiento. Pero, a la vez, la salida del Reino Unido del club europeo abría una posibilidad hasta entonces bloqueada por los británicos: la integración militar. En su discurso sobre el estado de la Unión de 2016 5/, con el referéndum del Brexit aún caliente, el ex presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, rompió el tradicional tabú europeo en cuestiones militares para hablar de un fondo de defensa común, un "cuartel general europeo" y una "fuerza militar común" para "complementar a la OTAN". De esta forma se abría paso en los pasillos de Bruselas una vieja aspiración de gran parte de las élites, defendida ardientemente por una Francia necesitada de un ejército europeo que vele por sus intereses neocoloniales en África.
Con motivo del 60 aniversario del Tratado de Roma y con el Brexit como telón de fondo, la Comisión Europea presentó el Libro Blanco sobre el futuro de Europa donde se analizaban cinco diferentes escenarios a los que se podía encaminar la UE. A pesar de pretender ser una reflexión con aires estratégicos, aquel ejercicio de política ficción de autoconsumo omitía los principales problemas a los que se enfrentaban las sociedades, las economías y las instituciones europeas. Ni una sola alusión a la intensificación de las divergencias productivas y sociales en las décadas de “avance y consolidación” del proyecto europeo. Ni una mención al aumento de la desigualdad durante la década anterior. Por el contrario, el texto llamaba la atención sobre los peligros que para Europa supone ser un “poder blando” en un contexto donde “la fuerzapuede prevalecer sobre la ley”. ¿Qué se quiere decir exactamente con poder blando y cómo fortalecerlo? Evidentemente, se trata de una invitación, apenas disimulada, a reforzar el gasto militar.
Porque aquel Libro Blanco de Europa no solo planteaba la “Europa a la carta” con la que durante tantos años habían soñado Merkel y otros países del centro y norte de la Unión. La cuestión ya no era solo que algunos Estados Miembros puedan avanzar a mayor velocidad que otros en la integración europea en términos generales (cosa que, por cierto, ya ocurría, o qué es si no la zona euro o el espacio Schengen del que no forman parte todos los Estados Miembros o incluye a países que no lo son), sino que estos ritmos dispares puedan aplicarse a ámbitos concretos a elección del consumidor. La puerta quedaba abierta a más Europa para algunos temas, freno para otros e incluso menos Europa en algunos aspectos. Pero, sobre todo, la Europa que diseñaba el Libro Blanco tenía un menú muy concreto y reducido: quienes quieran y puedan están invitados a sumarse a “más Europa” en las áreas de defensa y seguridad. Ahí quedaba la puerta por fin abierta.
Así pues, ya en 2017 esa ya era la gran (y por lo visto única) apuesta estratégica de las élites europeas: la militarización de la UE. Un proyecto ni mucho menos nuevo que se asentaba sobre la lógica de: si ya no podemos ofrecer bienestar y democracia, al menos sí seguridad ante las amenazas que surgen y crecen por todo el mundo. Y, para ello, se empieza a desarrollar la “cooperación reforzada” entre los Estados Miembros que así lo deseen, con el objetivo de crear un Fondo Europeo de Defensa, una industria común militar y armamentística y una mayor coordinación policial y militar para, quién sabe si más temprano o más tarde, ver por fin nacer el tantas veces anunciado ejército europeo.
De esta forma, desde 2017 la UE ha establecido varias estructuras para financiar la investigación y el desarrollo de tecnología militar a través de entidades y organizaciones con acrónimos como PADR (Acción Preparatoria para la Investigación en materia de Defensa, programa pionero dotado con 90 millones de euros), al que siguió el EDIDP (Programa Europeo de Desarrollo Industrial en materia de Defensa, con 480 millones) y el actual programa FED (Fondo Europeo de Defensa) cuya financiación asciende ya a 7.900 millones. Estos planes han supuesto un aumento considerable de los presupuestos y de la financiación pública a la investigación en defensa.
Las cuatro grandes empresas (Thales, Airbus, Indra Sistemas y Leonardo) que reciben la mayor parte de los fondos públicos cuentan con unos pocos Estados europeos entre sus accionistas: Francia, Alemania, España e Italia. Además de sus lazos con los gobiernos, estos grandes fabricantes de armas tienen en su capital a los mismos fondos de inversión estadounidenses que también poseen acciones de la industria armamentística de Estados Unidos. En conjunto, esto crea una concentración del mercado en manos de unos pocos gigantes de la industria, lo que, como señalan los expertos, esto no es un problema de competencia sino también un problema para la democracia europea dado el impacto de estos gigantes sobre sus instituciones y decisiones.
En este sentido, un reciente informe de European Network Against the Arms Trade (ENAAT), Stop Wapenhandel y el Transnational Institute (TNI) no solo afirma que “la UE está financiando deliberadamente a empresas armamentísticas que están involucradas en prácticas altamente cuestionables que se sitúan lejos de la defensa de los estándares de los derechos humanos y el Estado de derecho”, sino también que “al conceder millones de euros para el desarrollo de nuevas tecnologías de defensa, la UE está alimentado una tercera y profundamente preocupante carrera armamentístisca”. 6/Un proceso que se está acelerando de forma frenética desde la invasión rusa de Ucrania.
Porque, a pesar de que hay pocas máquinas de propaganda mejor engrasadas que la UE (y no será por falta de expertise y recursos) y del apoyo incondicional de los lobistas armamentísticos, lo cierto es que la integración militar nunca ha gozado de la suficiente aceptación popular más allá de las moquetas de Bruselas como para avanzar con paso decidido. Al menos hasta ahora. Porque la guerra de Ucrania lo está cambiando todo.
Un informe reciente del diario francés Le Monde mostró un ejemplo instructivo del efecto de la guerra de Ucrania en la opinión pública y en la financiación de la industria armamentística: citando a Armin Papperger, jefe de Rheinmetall, uno de los principales fabricantes de armas de Alemania que en enero se quejó de la renuncia de los fondos de inversión a colaborar con su empresa, el periódico señalaba cómo el cambio radical de atmósfera ha permitido que el Commerzbank, uno de los principales bancos alemanes, anunciara su decisión de dedicar una parte de sus inversiones a la industria de armamento. Algo impensable hace tan solo unos meses por el impacto que podría tener en la opinión pública. Algo, sin embargo, perfectamente pasable ahora mismo en el contexto de la guerra en Ucrania.
En Francia, donde la presión ciudadana originó una tendencia creciente a la desinversión de la industria de armamento por motivos de responsabilidad ética (especialmente a la luz de la repugnante contribución de las armas occidentales a la destrucción de Yemen por parte del ejército de Arabia Saudí), Guillaume Muesser, director de asuntos de defensa y económicos de la Asociación de la Industria Aeroespacial, explicó a Le Monde que “la invasión de Ucrania ha cambiado el tablero de juego. Demuestra que la guerra sigue en el orden del día, ante nuestras puertas, y que la industria de defensa es muy útil” 7/.
La militarización de la UE como proyecto de integración
Aunque la propuesta de rescatar el proyecto de integración de la UE en torno a la re-militarización de Europa es un proceso que lleva años en marcha, nadie puede negar que la invasión de Ucrania lo ha acelerado dramáticamente y le ha dado un soporte de legitimidad popular nunca soñado meses antes. Un buen ejemplo de ello es el reciente referéndum en Dinamarca por el que el país escandinavo abandona después de 30 años la cláusula de exclusión voluntaria de las políticas de defensa de la Unión Europea. Esto implica, entre otras cosas, que Dinamarca se convertirá en miembro de pleno derecho de la Política Común de Seguridad y Defensa; que los soldados daneses podrán ser enviados a operaciones militares de la UE si así lo ratifica la mayoría del Parlamento de Dinamarca; y que el Gobierno danés podrá incrementar en 7.000 millones de coronas (unos 940 millones de euros) el gasto en defensa en los dos próximos años.
En un país tradicionalmente euroescéptico, el 66,9% de los votantes apoyaron la integración de Dinamarca en los programas militares de la UE, lo que significa la mayor victoria de una medida referente a la Unión Europea en una votación danesa. El mismo presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, expresó en su perfil oficial de Twitter: "El pueblo de Dinamarca ha tomado una decisión histórica. El mundo ha cambiado desde que Rusia invadió Ucrania. Esta decisión beneficiará a Europa y hará que tanto la UE como el pueblo danés sean más seguros y fuertes” 8/.La integración militar se está configurando como el auténtico salvavidas de una UE que carecía de un proyecto unificador ante las pulsiones disgregadoras que se mostraron con el Brexit.
En este contexto marcado por la guerra de Ucrania, los Estados Miembros aprobaron en marzo el Strategic Compass, un plan de acción para reforzar la política de seguridad y defensa de la UE de aquí a 2030. Aunque esta Brújula Estratégica ha estado en elaboración durante dos años, realmente su contenido se adaptó rápidamente al nuevo contexto abierto por la invasión rusa de Ucrania. "Este entorno de seguridad más hostil nos obliga a dar un salto decisivo y exige que aumentemos nuestra capacidad y nuestra voluntad de actuar, reforcemos nuestra resiliencia y garanticemos la solidaridad y la asistencia mutua” 9/. Esta nueva postura recogida en el Strategic Compass construye una visión de la defensa europea que ya no se basa en el mantenimiento de la paz, sino en la seguridad nacional-europea y la protección de las “rutas comerciales clave”. Esto es, proteger los intereses europeos asegurando la “autonomía estratégica” de la UE.
El Strategic Compass repite varias veces que “la agresión de Rusia a Ucrania constituye un cambio tectónico en la historia europea” a la que la UE tiene que responder. ¿Y cuál es la principal recomendación de esta Brújula Estratégica? El aumento del gasto y coordinación militar. Precisamente en un contexto en el que los presupuestos militares de los países miembros de la UE son más de cuatro veces superiores a los de Rusia y donde el gasto militar europeo se ha triplicado desde 2007 10/. Pues dicho y hecho: este aumento del gasto en defensa se concretó en el Consejo Europeo de Versalles 11/ en el que los Estados Miembros se comprometieron a invertir el 2% de su PIB en esta partida. Se trata de la mayor inversión en defensa en Europa desde la II Guerra Mundial. Por eso mismo, en dicha cumbre el presidente del Consejo, Charles Michel, declaró sin tapujos que la invasión rusa de Ucrania y esa reacción presupuestaria de la UE habían "consagrado el nacimiento de la defensa europea".
Por cierto, el aumento del gasto militar hasta el 2% del PIB no es una cifra baladí: ha sido una demanda del gobierno estadounidense a todos sus aliados de la OTAN desde la cumbre de Gales en 2014 y, especialmente, tras la llegada de Trump a la Casa Blanca, quien hizo la suya hasta el punto de amenazar a sus socios europeos con reducir sus aportes a la Alianza Atlántica si no aumentaban sus presupuestos militares hacia ese horizonte. El cambio europeo más drástico ha sido el del Gobierno alemán, que gastará 100.000 millones de euros más en defensa y aumentará el presupuesto por encima del 2% del PIB a partir de 2024. Con ello, Alemania sobrepasará a Reino Unido, que el año pasado fue el segundo país de la OTAN y el tercero del mundo en gasto militar. Un aumento que supone casi el doble del presupuesto de defensa ruso, que en 2020 fue de 55.494,3 millones de euros.
Además del aumento del gasto militar, otra de las iniciativas estrella de la Brújula Estratégica es la creación de un cuerpo de reacción rápida de la UE de hasta 5.000 efectivos para diferentes tipos de crisis, que estaría plenamente operativo en 2025. Esta fuerza militar estará basada en los batallones con los que ya contaba la UE, pero que nunca han llegado a utilizarse. En este caso, su organización será modular y tendrá componentes terrestres, aéreos y marítimos. Un auténtico embrión de ejército europeo.
Pero el impulso a la militarización que apunta el Strategic Compass no solo debe leerse en términos cuantitativos, ya sea por el aumento del gasto militar o por la creación de este cuerpo de reacción rápida. El propio Borrell lo reconocía en twitter: "El entorno hostil actual requiere un salto cuántico hacia adelante (...) La brújula nos ofrece un plan de acción ambicioso para una seguridad y una defensa de la UE más sólidas para la próxima década”. Estamos pues ante una mirada holística de la defensa europea que no solo involucra a todos los dominios operativos (“fortalecer nuestras acciones en los dominios marítimo, aéreo y espacial”), sino también la migración (vista como una “amenaza importante”) y el cambio climático (“una amenaza-multiplicador”). Aunque reconoce la emergencia climática, reitera la importancia de la protección militar de la “seguridad energética” de la UE que sigue basándose en combustibles fósiles.
El resurgimiento de la OTAN
A pesar de que el Strategic Compass marque los pasos de una mayor autonomía estratégica europea, el documento deja claro que la Alianza Atlántica “sigue siendo la base de la defensa colectiva de sus miembros”. Desde el final del Pacto de Varsovia y la caída del Muro de Berlín, la OTAN ha intentado reinventarse y adaptarse a una nueva realidad geopolítica en la que la trascendencia del vínculo transatlántico parecía superada. El propio presidente francés, Emmanuel Macron, aseguró en 2019 que la falta de liderazgo estadounidense estaba causando la “muerte cerebral” de la Alianza Atlántica y que Europa debía comenzar a actuar como una potencia mundial estratégica. Ahora, con soldados rusos invadiendo Ucrania, y con Moscú amenazando tácitamente con el uso de armas nucleares, la OTAN vive un resurgimiento, vuelve a tener un propósito y un nuevo sentido existencial.
En una entrevista a mediados de la década de los noventa del siglo pasado, Mijaíl Gorbachov argumentaba que “la ampliación de la OTAN es la respuesta de Estados Unidos a la unidad europea; en Washington muchos temen perder influencia y quieren apuntalarla a través de la OTAN. 12/”La Alianza Atlántica ha sido tradicionalmente un instrumento de sumisión de la política exterior europea a los intereses estadounidenses. Una buena muestra de esta subordinación europea a la agenda de la OTAN fue la resolución aprobada a los pocos días del inicio de la invasión de Ucrania por parte del Parlamento Europeo. Entre otras cosas, el texto decía textualmente:
“Reitera que la OTAN es la base de la defensa colectiva de los Estados miembros aliados en la OTAN; acoge con satisfacción la unidad entre la Unión, la OTAN y otros socios democráticos afines para hacer frente a la agresión rusa, pero subraya la necesidad de reforzar su posición de disuasión colectiva, su preparación y su resiliencia; alienta la intensificación de la Presencia Avanzada Reforzada de la OTAN en los Estados miembros más próximos geográficamente al agresor ruso y al conflicto; destaca las cláusulas de asistencia mutua y solidaridad de la Unión y pide que se pongan en marcha ejercicios militares comunes; reitera su llamamiento a los Estados miembros para que incrementen el gasto en defensa y garanticen capacidades más eficaces, y para que hagan pleno uso de los esfuerzos conjuntos de defensa en el marco europeo, en particular la Cooperación Estructurada Permanente (CEP) y el Fondo Europeo de Defensa, con el fin de reforzar el pilar europeo en el seno de la OTAN, lo que aumentará la seguridad de los países de la OTAN y de los Estados miembros por igual”
Puede parecer un dato anecdótico, pero en la resolución europarlamentaria la palabra paz aparecía solo en cuatro ocasiones, mientras que términos como OTAN se repetían 15 veces y seguridad otras 22. Las palabras pueden decir mucho de los verdaderos intereses de un texto. Pero, desde luego, de lo que no cabe duda alguna es que la Alianza Atlántica se ha reafirmado como garante de la seguridad europea y que, en gran medida, la UE ha delegado y subordinado a EE UU su defensa colectiva. Ningún Estado Miembro cuestiona en estos momentos las relaciones con la OTAN y nadie aboga por la creación de una fuerza europea totalmente autónoma fuera de la Alianza Atlántica. En este sentido, la política militar europea ha sido diseñada sobre todo para apoyar financieramente la expansión de la industria militar europea en el marco de las prioridades fijadas en el seno de la OTAN.
Menos de tres años entre la “muerte cerebral” de la Alianza Atlántica que anunciaba Macron en 2019 y su resurgimiento y ampliación sin precedentes con la petición de entrada en la OTAN de dos países tradicionalmente neutrales como son Suecia y Finlandia. Una decisión que el propio secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, dijo que se trataba de "un paso histórico". Y es que Suecia no ha participado en una guerra desde los tiempos de Napoleón y ha construido su política de seguridad en torno a "la no participación en alianzas militares". Y Finlandia, por su parte, ha hecho gala durante décadas de un comportamiento neutral hacia Rusia que asumió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial como manera de asegurarse la paz frente a un vecino mucho más poderoso que ya le había invadido en 1939 durante la llamada Guerra de Invierno.
La realidad es que, desde la caída de la Unión Soviética, tanto Suecia como Finlandia han ido aumentando su cooperación militar con la OTAN, especialmente desde la anexión rusa de la península de Crimea en 2014. Pero la invasión de Ucrania lo ha cambiado todo y ha decantado a la opinión pública hacia la incorporación de ambos países en la Alianza Atlántica. Una encuesta del pasado marzo mostró que un 57% de suecos aprobaba la entrada en la OTAN, la primera vez en la historia que la mayoría del país optaba por posicionarse claramente en favor de un bloque militar. En Finlandia, donde la opción de unirse a la OTAN jamás había alcanzado más del 30% de aprobación entre la población, a las pocas semanas de la invasión de Rusia a Ucrania la opinión pública dio un giro dramático alcanzando el 76% de aprobación, la más alta en la historia de las encuestas.
Las lideresas políticas de ambos países han insistido en repetidas ocasiones que la invasión rusa de Ucrania les hizo modificar su histórica postura de neutralidad. "Cuando Rusia invadió Ucrania, la posición de seguridad de Suecia cambió fundamentalmente", explicó en un comunicado en abril el partido dirigido por la primera ministra sueca, Magdalena Andersson. En el caso de Finlandia, la primera ministra justificó su cambio de opinión respecto a la OTAN asegurando que "Rusia no es el vecino que pensábamos que era".
De concretarse esta ampliación de la OTAN, supondría un cambio destacable en el tablero geopolítico internacional con implicaciones futuras. No podemos olvidar que Finlandia comparte 1.300 kilómetros de frontera con Rusia. De esta forma, sumado a los países nórdicos que cuentan con un notable potencial militar, la Alianza cerraría definitivamente el Báltico, además de acabar con la neutralidad de los dos citados países nórdicos que habían hecho de esta posición su seña de identidad. De hecho, estamos asistiendo estos días al entierro definitivo de la finlandización como concepto de neutralidad en plena Guerra Fría que paradójicamente hoy vuelve a reclamarse como estrategia de descompresión y alternativa para Ucrania en un hipotético acuerdo de paz con Rusia. Por eso, la entrada de Finlandia tiene una importancia no solo material y estratégica, sino que supone también una victoria política de hondo calado para la OTAN, acabando con los pocos países europeos que habían hecho de la neutralidad ante los bloques militares una política de Estado.
La guerra como doctrina del shock
La invasión de Ucrania se está convirtiendo en un trauma que promete reconfigurar el futuro de Europa. Un cambio de paradigma en la defensa y en su relación con Rusia, su vecino nuclear. Un shock político similar al que sufrió EE UU tras el ataque yihadista del 11-S o la propia Europa tras la caída del muro de Berlín. Un auténtico acontecimiento entendido como una quiebra disruptiva en donde emerge una nueva Europa, que por desgracia tiene mucho que ver con la consecución de los viejos anhelos de las élites europeas.
En la antesala de la actual guerra, la pandemia ya había servido de catalizador de una (nueva) gigantesca transmisión de dinero público hacia manos privadas, con los Fondos de Recuperación actuando como puntal de los intereses de las grandes empresas. Y todo ello vendiendo la ilusión euro-reformista de que es posible llevar a cabo una política que no se base en el ajuste sin poner en duda de forma definitiva los tratados europeos y las reglas básicas mediante las que ha funcionado la economía europea en las últimas tres décadas. Una ilusión óptica de “otra manera de salir de la crisis” que sin embargo, en la práctica, no ha dejado de ahondar en la especialización productiva de cada país en el seno de la UE y en la solidificación de las relaciones jerárquicas entre los capitalismos centrales y periféricos.
Pues si la gestión de la pandemia fue la excusa, la guerra de Ucrania se está convirtiendo en una coartada perfecta para aplicar una auténtica doctrina del shock. Porque la UE no solo se está remilitarizando para poder hablar el “lenguaje duro del poder” en un desorden global en donde las disputas por los recursos escasos son cada vez más agudas. También se está acelerando la agresiva agenda comercial europea con el pretexto de la guerra. Porque todo vale cuando estamos en guerra. Un buen ejemplo de ello es lo rápido y fácil con que el maquillaje verde de la UE ha saltado por los aires al decretar la Comisión Europea que el gas y la nuclear pasaban a ser consideradas energías verdes con el pretexto de romper con la dependencia energética rusa.
Estrategias como la recientemente aprobada de la “granja a la mesa”, uno de los pilares del Pacto Verde Europeo, que prometía triplicar la superficie dedicada a la agricultura ecológica, reducir a la mitad los pesticidas y recortar los fertilizantes químicos en la UE en un 20% para 2030, se ha desvanecido en cuestión de semanas. Porque en guerra todo vale. De la misma forma, la Comisión Europea anunció la autorización del uso de las llamadas zonas de “interés ecológico” y de barbecho para aumentar la producción agrícola europea. De nuevo con el pretexto de que la seguridad alimentaria debe tener prioridad sobre el desarrollo de la agricultura ecológica. Otra vez la guerra como pretexto. Y algunos no lo esconden, como el eurodiputado alemán del PPE Norbert Lins, presidente de la Comisión europarlamentaria de Agricultura: “Putin está utilizando el hambre como arma. Cada tonelada de grano en Europa es una tonelada que invertimos en democracia y libertad” 13/.
En una resolución supuestamente sobre sanciones a Rusia, el Parlamento Europeo aprobó favorecer la importación de grano transgénico desde EE UU ante la falta de las exportaciones ucranianas y rusas. La intención es clara: apoyar a la muy contaminante ganadería intensiva cueste lo que cueste. Por eso la Comisión Europea aprobó una ayuda excepcional de 500 millones de euros para el sector. De esta forma, compromisos climáticos y Pactos Verdes Europeos se desvanecen al ritmo de los tambores de guerra y del incremento frenético del gasto militar. Incluso los fondos europeos que las fuerzas que conforman el gobierno de España catalogaron como históricos, no solo han quedado totalmente desfasados. Sino que incluso, con la guerra como coartada, se han rebajado aún más las barreras ambientales y climáticas con tal de asegurar el suministro energético a la UE. Así, las inversiones para la mejora de las infraestructuras energéticas y la seguridad de suministro quedan exentas de la obligación de cumplir con el principio de no causar un perjuicio significativo. La excepcionalidad se convierte en regla general una vez más.
La mirada cansada de la izquierda
Cabe preguntarse por qué la UE ha decidido desde el inicio de la invasión rusa enviar armas saltándose sus propios tratados, que lo prohíben expresamente. ¿Por qué a Ucrania? ¿Por qué no a cualquiera de los otros muchos conflictos en el mundo donde la legalidad internacional también es vulnerada de forma flagrante? La respuesta parece clara atendiendo a las declaraciones del Canciller Olaf Scholz: “Nuestro objetivo es que Rusia no gane esta guerra” (…) Eso es lo que hay detrás de nuestros envíos de armas, de nuestra ayuda financiera y humanitaria, de las sanciones y de la recepción de refugiados” 14/. Y es que desde que Rusia se separara públicamente de la estrategia de guerra contra el terrorismo emprendida a comienzo del siglo XXI por EE UU y la OTAN con las invasiones de Afganistán e Irak, la competencia estratégica con Occidente no ha dejado de crecer. La anexión de Crimea en 2104 fue un punto de inflexión fundamental en esta relación conflictual. Pero quizás sea la guerra en Siria en donde por primera vez Rusia retoma una agenda militar imperialista en disputa con Occidente apoyando la dictadura de Bachar el Asad al margen de sus tradicionales áreas de influencia. Esta relación conflictual ha escalado hasta el punto que Rusia ha vuelto a convertirse en una amenaza existencial, un rival por el poder en Europa, en una especie de reedición de las tensiones políticas de la Guerra Fría.
Es innegable que la brutal invasión rusa ha supuesto el inicio de una guerra injusta contra Ucrania, pero no hay que olvidar que el país lleva al menos ocho años inmerso en una guerra civil entre la oligarquía pro-occidental y la pro-rusa con el telón de fondo de una intensa disputa inter-imperialista por el control geopolítico y geoeconómico del país. Esta disputa, aunque localizada fundamentalmente en el este del país, en las regiones de Donetsk y Luhansk, ha costado 14.000 muertes antes de 2022. Que la oligarquía pro-occidental controle el poder en Kiev es fundamental para entender el decidido apoyo material, logístico, económico y político de la Alianza Atlántica al gobierno ucraniano. Como explicó hace poco la vicesecretaria de Estado de EEUU, Victoria Nuland: “Estados Unidos se ha gastado en Ucrania más de 5000 millones de dólares en promover el “cambio de régimen” vía organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación y compra de lealtades. 15/”
La criminal invasión de Ucrania ha sentenciado definitivamente el final de la globalización y sus mecanismos de gobernanza, para volver a una disputa de bloques y áreas de influencia. Una desglobalización, al menos parcial, que lleva años produciéndose y que se ha turboalimentado a raíz de la pandemia de la COVID19 que ha acelerado un descenso de las interconexiones y de la interdependencia de las relaciones mundiales, y que ha engendrado el preludio de un nuevo orden global. En donde la economía mundial globalizada parece estar escindiéndose poco a poco en una especie de regionalización conflictiva y en disputa entre dos principales áreas de influencia: una zona bajo EE UU y otra zona bajo la órbita de China, en donde a su vez conviven con potencias regionales subalternas de uno y otro bloque como son la propia UE y Rusia. Aunque quizás lo más paradigmático de esta desglobalización sea el desplome de los mecanismos multilaterales de gobernanza, especialmente significativo el colapso de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
En este sentido, la guerra de Ucrania es un elemento disruptivo clave, una recomposición del escenario geopolítico de la misma profundidad de lo que en su día fue la caída del Muro de Berlín y el comienzo de la era de la globalización, pero en sentido inverso. Podríamos decir que si Corea fue el primer gran campo de batalla de la Guerra Fría, Ucrania puede ser el primer campo de batalla de una nueva contienda imperialista entre bloques. Mientras esto sucede, la izquierda parece actuar como si nada hubiera cambiado o, incluso aún peor, eligiendo bloque.
Desde que Rusia decidió invadir Ucrania se declaró una guerra de liberación nacional. Y es lógico que quienes se encuentran en estos momentos en Ucrania luchando contra Putin decidan tomar las armas o adoptar otras formas de resistencia civil y hacer todo lo posible para evitar esta ocupación y defender su soberanía (algo que debería pasar por el no alineamiento, precisamente lo contrario de convertirse en un satélite de la OTAN o de Rusia) y deben ser apoyados por la izquierda europea. Pero las veleidades militaristas de nuevo cuño que parecen haber conquistado las moquetas y despachos de Bruselas nada tienen que ver con un apoyo desinteresado al legítimo derecho del pueblo ucraniano a la defensa.
Por el contrario, el envío de armas a Ucrania no solo es un elemento fundamental de la disputa militar inter-imperialista, en donde cada vez está más clara la participación directa de la UE y la OTAN en lo que podríamos catalogar como una guerra proxy. Una participación directa que no se circunscribe exclusivamente al envío de armas, que por otro lado ya no son solo ni mucho menos defensivas; sino también por el apoyo de entrenamiento militar al ejército ucraniano o por la información de inteligencia compartida por Washington con Kiev que habría permitido al ejército ucraniano localizar y acabar con la vida de 12 generales rusos desde el comienzo de la invasión rusa o el hundimiento del buque Admiral Makarov, el más moderno de la flota de Putin. Por no hablar de cómo el Centro de Satélites de la Unión Europea ofrece inteligencia geoespacial a Ucrania para controlar los movimientos de tropas en la guerra, de la utilización de los sistemas experimentales de inteligencia artificial para predecir los movimientos y estrategias del ejercito ruso o del envío de cientos de mercenarios occidentales pagados por empresas de EE UU 16/.
Al igual que en la Guerra Fría, las potencias imperialistas se enfrentan de forma interpuesta en el campo ucraniano. Lo novedoso y quizás más peligroso de este enfrentamiento es que, por primera vez desde la II Guerra Mundial, este choque se produce en territorio europeo y el peligro de una confrontación entre potencias nucleares nunca ha estado tan cerca desde la crisis de los misiles en Cuba. El antecedente europeo más cercano fue el ataque aéreo de la OTAN en 1999 contra Serbia (incluida su capital, Belgrado) sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU y sin una declaración previa de guerra, con el supuesto fin de acabar con las violaciones de los derechos humanos en Kosovo. A pesar de los lazos de hermandad étnicos e históricos de los pueblos ruso y serbio, Moscú no respondió a esa agresión y se conformó con condenas formales, alejando el fantasma de una posible contienda con armas nucleares. La gran diferencia es que, en el caso ucraniano, la escalada del conflicto entre potencias no está ni mucho menos descartada. Más bien al contrario, cada día que dura la guerra es un escenario más plausible.
En este sentido, el envío de armas no es solo una participación en el conflicto por parte del bloque OTAN, sino que internamente en el contexto europeo es sobre todo un elemento performativo clave en la remilitarización de la UE. Pero, además, no nos engañemos, el envío de armas no solo es un poderoso incentivo para los sectores y la industria armamentística europea, sino que es la primera vez que Europa habla el llamado lenguaje duro del poder”. Esta primera experiencia de coordinación militar europea pretende ser el elemento fundacional de una política de defensa más agresiva que pueda concluir en un cuerpo operativo o incluso en un ejército europeo para intervenir en el nuevo tablero internacional.
Un ejército europeo ni separado de la OTAN ni pensado para grandes contiendas militares, sino más bien como un cuerpo operativo de reacción rápida que pueda controlar áreas y recursos en el escenario del aumento de las disputas neocoloniales. Dicho de otro modo, un ejército para intervenir más en Níger que en Ucrania. La ministra de Defensa española Margarita Robles alertó recientemente del peligro de la “creciente penetración de Rusia en África” mediante su presencia militar a través del ejército regular ruso o de compañías de mercenarios como Wagner. Declarando que, ante esta situación, “la OTAN no puede permanecer indiferente” 17/ y reclamando así una mayor presencia de la Alianza Atlántica en el continente africano.
Con la presencia de la OTAN y de un futuro ejército europeo en África, EE UU y la UE quieren asegurarse el acceso a los enormes recursos energéticos y de materias primas del continente, en competencia directa con los países emergentes y en especial con China y Rusia, no sólo con contratos comerciales, sino construyendo todo un entramado de relaciones políticas y militares. El apoyo a la creación de la Fuerza de Reserva Africana (ASF), el entrenamiento militar de fuerzas africanas en las escuelas de la OTAN y la difusión de las doctrinas e ideologías militares de la Alianza Atlántica permiten crear relaciones y lazos que aseguran una incidencia política real en las élites dirigentes, al tiempo que garantizan una buena parte del jugoso mercado africano de compras de armamento, que también es objeto de competencia. Como afirma el Centre Delás de Estudios por la Paz: “si la OTAN fue una pieza clave para asegurar la hegemonía norteamericana en Europa occidental durante la Guerra Fría primero y en toda Europa después, ahora la Alianza Atlántica pretende jugar el mismo papel en África 18/.”
Es indudable que la invasión criminal de Putin ha permitido cohesionar a la opinión pública de la UE sobre la base de un fuerte sentimiento de inseguridad ante las amenazas externas, legitimando su remilitarización (que es mucho más que el aumento del gasto militar antes mencionado). A la vez que permite a la OTAN diluir toda veleidad de independencia política de la UE mientras recupera una legitimidad y una unidad perdidas tiempo atrás, especialmente tras el fracaso de la ocupación de Afganistán. La incorporación de Suecia y Finlandia es una buena muestra del resurgimiento e impulso que ha tomado la OTAN, la mayor alianza militar nunca conocida, ampliando con mucho los marcos alcanzados durante la Guerra Fría. Porque, más allá de apreciaciones de táctica militar, lo que está fuera de toda duda es que los auténticos ganadores hasta ahora de la invasión rusa de Ucrania son el imperialismo norteamericano, el militarismo de la UE y las empresas que fabrican muerte.
Por esto es tan curioso que una gran parte de la izquierda y de los verdes europeos esté sufriendo de un repentino ataque de mirada cansada que le impide ver lo que más cerca tiene. Grandes conocedores de la situación tanto de Ucrania como de Rusia, pero incapaces de ver cómo las élites europeas y el imperialismo norteamericano están utilizando esta guerra como un momento de reordenación capitalista e imperialista de hondo calado en el contexto de un desorden geopolítico global y de crisis ecológica. En donde la disputa por los recursos escasos será cada vez mas intensa y violenta. En este sentido, el reclamo abstracto del envío de armas por parte de la OTAN y la UE a Ucrania aludiendo a su derecho a la defensa no puede descontextualizarse de los interés inter-imperialistas en curso y de cómo dicha contribución armamentística es un elemento central en la legitimación de la remilitarización europea. Por ello resulta políticamente desastroso que una parte de la izquierda se haya sumado a las veleidades militaristas del imperialismo norteamericano y europeo.
Desde algunos sectores se ha intentado comparar de forma torticera el caso de la república española y la guerra civil española y su imposibilidad de armarse adecuadamente con el de Ucrania en estos momentos, como una forma de justificar ante la opinión pública española el envió de armas por parte de la OTAN. No solo es absurdo e incluso de mal gusto comparar a la revolución española y lo que significaba con el actual gobierno de Zelensky y la situación en Ucrania. Sino que además son contextos militares totalmente distintos: para empezar, por la misma sublevación militar de buena parte del ejército español en contra del gobierno legítimo de la República. Pero en cambio creo que si es un buen ejemplo para poder razonar por qué los republicanos españoles sufrieron un boicot de las democracias occidentales en su derecho a armarse, cuando Francia e Inglaterra pusieron en pie la farsa del Comité de No Intervención. Y en cambio el gobierno de Zelensky está recibiendo apoyo material, militar y económico, aunque no sea todo el que está demandando. No está mal recordar que independientemente del hecho de que Ucrania tiene todo el derecho a resistir la invasión de Putin, la OTAN y el imperialismo jamás armará a ningún actor que no defienda abiertamente los intereses imperialistas de dicha organización. El ejemplo de la República española es uno entre tantos otros en la historia que así lo demuestra.
Por cierto, las ayudas imperiales nunca son gratis, los republicanos españoles durante la guerra civil así como los revolucionarios vietnamitas pagaron un precio muy alto por la ayuda militar soviética: unos constreñidos a frenar y reprimir la revolución social e imponer una especie de democracia popular avant la lettre; y los otros sufriendo las maniobras diplomáticas capituladoras del Kremlin, empezando por la partición del país en 1953 19/. Ningún apoyo financiero o militar es neutro y está exento de subordinación política. Tampoco ahora en Ucrania, en donde los préstamos europeos están condicionados a una subordinación económica y a la aplicación de reformas estructurales en la línea de la legislación laboral en tiempo de guerra aprobada por el parlamento. Así como el apoyo militar a la subordinación a los intereses geoestratégicos occidentales.
Además, no deja de resultar curioso el énfasis de la mayoría de la izquierda institucional en reclamar este envío de armas a Ucrania, cuando la OTAN y la UE no necesitan presión alguna para mandarlas. ¿En serio el papel de la izquierda en este contexto es erigirse en corifeos de las pulsiones más militaristas? Quizás sería más útil presionar por que la UE o el FMI anulasen la deuda exterior ucraniana, una decisión que aliviaría la presión sobre una economía devastada y, de paso, sobre su población y sus finanzas de cara a una futura reconstrucción; levantar una campaña de movilización ciudadana para conseguir un registro de los propietarios reales que esconden su dinero en los paraísos fiscales europeos, lo cual permitiría la incautación de bienes de la oligarquía rusa que sostiene al régimen de Putin. Una acción que no solo presionaría para acabar con la guerra, sino que también permitiría obtener unos fondos fundamentales para la reconstrucción de Ucrania; y/o presionar para que la UE acoja a los desertores de ambos ejércitos favoreciendo la deserción colectiva ante la guerra. Todas estas propuestas han sido presentadas en diferentes formas y ocasiones por parte de diputados y diputadas de la izquierda en parlamento europeo y han sido sistemáticamente rechazadas.
Aún es más sorprendente la presbicia de esa izquierda que a su condena de la invasión rusa y la solidaridad con el pueblo ucraniano no incorpora el rechazo a la remilitarización de la UE y el resurgimiento de la Alianza Atlántica. Porque “ahora no toca” y por lo visto todo vale para ganar la guerra y acabar con la amenaza del imperialismo ruso. “Todo vale” porque estamos en guerra. ¿De qué me sonará todo esto? De esta forma asistimos a una incomprensible coincidencia de intereses con el imperialismo propio, el europeo en nuestro caso, que nos devuelve a la lógica de la Unión Sagrada de los albores de la Primera Guerra Mundial, obligándonos a aceptar unos nuevos créditos de guerra. La pregunta sería por qué cierta izquierda ha caído en la trampa binaria de apoyar a uno de los imperialismos en disputa, cuando el deber de los anticapitalistas sería precisamente romper esa dicotomía y adoptar una posición de parte, activa y clara a favor de los pueblos ucraniano y ruso, por la paz sin anexiones, por la retirada incondicional de las tropas rusas de Ucrania y por garantizar el derecho de los pueblos sin excepciones a decidir libremente su futuro.
La pandemia global que hemos sufrido ha acrecentado nuestros temores e inseguridades. Nunca ha sido más evidente la necesidad de volver a imaginar qué entendemos por seguridad y definir qué nos hace sentir seguros. La invasión de Putin a Ucrania se ha convertido en la coartada perfecta para explotar todas estas inseguridades por parte de la UE, aumentando exponencialmente los presupuestos de defensa y favoreciendo una integración europea basada en la remilitarización. Una decisión política que prioriza los beneficios de las empresas armamentísticas, alimentando, en vez de frenando, la inestabilidad así́ como la probabilidad de la guerra. La izquierda debe cuestionar el concepto de seguridad basado en el gasto en armamento, infraestructuras de defensa y militares. Para plantear, alternativamente, un modelo de seguridad antimilitarista a través de la garantía de acceso a un sistema público de salud operativo, a la educación, el empleo, la vivienda, la energía, mejorando el acceso a servicios sociales que aseguren una vida digna y respondiendo al cambio climático desde un horizonte ecosocialista. Como afirma el manifiesto ReCommons Europe, “las fuerzas de la izquierda política y social que desean encarnar una fuerza de cambio en Europa con el objetivo de sentar las bases de una sociedad igualitaria y solidaria, es imperativo adoptar políticas antimilitaristas. Esto significa luchar no solo contra las guerras de las fuerzas imperialistas europeas, sino también contra la venta de armas y el apoyo a los regímenes represivos y beligerantes.”
El futuro de nuestro siglo se está escribiendo hoy en las llanuras ucranianas. Ante la deriva militarista y belicista que está azotando a Europa, y a pesar del ambiente macartista de intimidación intelectual y de demagogia belicista, las fuerzas transformadoras europeas debemos tomar una posición activa con una agenda antimilitarista propia que rechace sin ambigüedades el proyecto político imperial de la oligarquía rusa, pero también la agenda militarista de la OTAN y la remilitarización de la UE. Tenemos el gran reto de pensar cómo conseguir que pierda el imperialismo putinista sin que ello suponga una victoria del militarismo imperial occidental.
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