¿Qué cambia la pandemia en nuestros análisis sobre el neoliberalismo? Os quiero proponer algunas hipótesis para inaugurar este ciclo de estudios, agradeciendo el honor que me hacéis al permitirme exponer ante vosotros estas reflexiones provisionales e instantáneas.
La primera reflexión es que sería muy audaz pretender que un virus pueda cambiar por sí solo el curso neoliberal del mundo, cuando la catástrofe climática, muy previsible por su parte, no lo ha desviado de su trayectoria mortífera. A pesar de todo el pesimismo que es legítimo mantener frente a las ilusiones de un nuevo comienzo, hay una nota de esperanza, que consiste en la profundización de la crisis del imaginario neoliberal. El neoliberalismo, que todavía ayer triunfaba en todas partes y era cada vez más arrogante, más orgulloso de haber hecho pagar a los pueblos la factura de la crisis financiera de 2008, conoce hoy una de las mayores sacudidas de su historia, traducida en una crisis de credibilidad. No despreciemos este tipo de fenómeno colectivo, sobre todo si es mundial: ha hundido a más de un imperio.
No vamos a ver, al menos en lo inmediato, la dimisión de dirigentes políticos ni la expropiación de capitalistas depredadores que han llevado al planeta a la catástrofe. Desde luego, la pandemia no significa el final del neoliberalismo, sistema de dominación universal, multidimensional, social y económico, jurídico y político. Las oligarquías neoliberales están en el poder desde hace mucho tiempo y pretenden seguir estando todavía mucho más. Pero ya asistimos a la quiebra del imaginario que envolvía las conciencias, paralizaba los cuerpos y agobiaba las existencias. ¿La prueba? Las oligarquías dominantes intentan disfrazarse de virtuosas altermundistas, humanistas de toda la vida, ecologistas de primera hora, desmundializadores o partidarios de los bienes públicos mundiales. ¿Pero cómo creer en esta repentina conversión? Todas estas referencias de los actuales gobernantes a la ecología, a la protección social, al Estado de bienestar, son falsas y a la vez sintomáticas. Falsas porque los neoliberales quieren continuar como antes, e incluso quieren agravar las cosas. Falsas, también, porque están animadas por la voluntad de hacer olvidar las políticas de austeridad, de rentabilización de la asistencia sanitaria y de privatización de los hospitales que han debilitado durante décadas las estructuras sanitarias y desmoralizado al personal sanitario. Y falsas, además, porque enmascaran hoy todas las medidas que pretenden salvar de forma prioritaria la economía existente, en vez de cambiarla en profundidad.
Pero también son sintomáticas, porque los gobernantes neoliberales se ven obligados a contar con el Estado, con los servicios públicos y con la población para que la sociedad supere esta crisis sanitaria. Y sintomáticas, también, porque este cambio de referencias demuestra la completa inadecuación del lenguaje neoliberal para informar de la situación presente. Por otra parte, esta inadecuación explica la ceguera de los responsables políticos ante la gravedad de la pandemia: ¿cómo no se han anticipado cuando desde hace casi veinte años se vienen multiplicando los informes nacionales e internacionales alertando de los grandes riesgos de una pandemia por zoonosis? La respuesta está clara: los anteojos neoliberales que comparten los gobernantes neoliberales les han impedido ver y exponer la gravedad de la amenaza pandémica.
La solidaridad como factor humano
Es propio de los fenómenos infecciosos hacer palpable en el plano biológico lo que los sociólogos y filósofos de finales del siglo XIX llamaron la solidaridad. Durkheim, en su tesis De la división del trabajo social (1893), propone el concepto de solidaridad para describir lo que conecta a unos individuos con otros y diferenciar las sociedades según el tipo de solidaridad que les caracteriza. Al mismo tiempo la teoría solidarista, de la que dijo que había sido la filosofía de la Tercera República en Francia, hace de la solidaridad la ley universal que debe inspirar la política social del gobierno. Léon Bourgeois (1851-1925), el principal autor de esta corriente de pensamiento, escribía en este sentido: “Así, los hombres se sitúan y mantienen entre sí relaciones de dependencia recíproca, como todos los seres y todos los cuerpos, en todos los puntos del espacio y del tiempo. La ley de solidaridad es universal”. Y afecta a todos los ámbitos de la vida, la salud, el trabajo, el pensamiento, los sentimientos: “[El hombre] vive, y su salud está sin cesar amenazada por las enfermedades de los otros hombres, cuya vida está a su vez amenazada por las enfermedades que contraerá él mismo; trabaja y, por la necesaria división del trabajo, los productos de su actividad aprovechan a otros, así como los productos del trabajo de los otros son indispensables para la satisfacción de sus necesidades” (Bourgeois, 2008: 64-65). La ley universal no es la selección, sino la solidaridad.
Los teóricos de la salud pública, en ese mismo momento, hicieron de la categoría solidaridad una clave de toda política de salud pública. Henri Monod (1843-1911), director de Asistencia e Higiene públicas, en una obra publicada en 1904, recoge el argumento solidarista:
“La salud pública es tal vez el ámbito donde se manifiesta con más evidencia el hecho social de nuestra dependencia mutua, de la solidaridad humana. En cada instante, cada uno de nosotros, sin que se dé cuenta, influye en la salud, en la vida de seres humanos que no conoce, que nunca conocerá; seres que nunca conoceremos, o hace tiempo desaparecidos, influyen en cada instante en nuestra salud, en la salud de quienes amamos, en las condiciones esenciales de nuestra felicidad” (Monod, 1904: 1).
Esta solidaridad debe extenderse al mundo entero, porque las enfermedades infecciosas no tienen fronteras: “No basta con decir que esta preocupación es un deber para el ciudadano, porque la solidaridad sanitaria no conoce fronteras” (Monod, 1904: 1). La lucidez de Monod sobre el carácter internacional de la salud pública sorprende por su actualidad:
“Tal vez, en el mismo momento en que escribo, se esté produciendo alguna falta de higiene al borde del Ganges o en uno de los puertos de la India, que causará un día víctimas en Europa; tal vez, en el momento en que escribo, se esté realizando otro acto, esta vez de orden científico, en algún lejano laboratorio extranjero que salvará a miles y millones de hombres de un mal hoy triunfante. Toda la humanidad puede sufrir por las malas acciones higiénicas; toda la humanidad se aprovecha de las conquistas de la higiene. La preocupación por la salud pública, con el cumplimiento de las obligaciones impuestas por su protección, es por tanto un deber para todo persona honrada” (Monod, 1904: 1-2).
Otro especialista en enfermedades infecciosas, Charles Nicolle, explicaba en los años 30 que:
“El conocimiento de las enfermedades infecciosas enseña a los hombres que son hermanos y solidarios. Somos hermanos porque el mismo peligro nos amenaza, solidarios porque el contagio nos viene sobre todo de nuestros semejantes” (Nicolle, 1939: 21-22).
Este discurso científico permitió desde finales del siglo XIX una institucionalización progresiva de la salud pública mundial, que desembocó más tarde, entre 1946 y 1948, en la creación de la Organización Mundial de la Salud, cuya constitución hace del derecho a la salud y a la protección un derecho humano fundamental.
¿Qué conclusión se puede sacar hoy de la argumentación solidarista? La principal baza en la lucha contra una enfermedad tan contagiosa reside en lo que se podría llamar el resorte cívico de los miembros de la sociedad. Frente a la pandemia de la covid-19, la única solución según los epidemiólogos está en cortar todas las cadenas posibles de transmisión de humano a humano. Dicho de otra manera, en apelar a la responsabilidad colectiva de cada cual, entendiendo por ello no una autoprotección de cada cual en particular, sino una protección mutua que cada cual concede al otro en una relación de reciprocidad. Cuando se habla de salud pública, muy pocas veces se percibe que público no se reduce a estatal. Porque lo público designado aquí se refiere no solo a la administración estatal, sino a toda la colectividad en tanto que está constituida por el conjunto de la ciudadanía. En otras palabras, el sentido de lo común, en el principio mismo de toda democracia, constituye una de las más eficaces murallas ante un fenómeno colectivo como una pandemia.
Cuando se habla de salud pública, muy pocas veces se percibe que público no se reduce a estatal
Los gobernantes han sido muy poco capaces de enunciar claramente y de animar prácticamente la corresponsabilidad de cada cual en el destino colectivo, lo común en sí mismo como principio de coexistencia en una sociedad. No han podido enunciarlo claramente ni animarlo porque solo pueden imaginar relaciones de rivalidad, de competencia, de enfrentamiento de intereses entre los individuos. Profundamente corrompido por décadas de dogmas utilitaristas, de normas neoliberales, de representaciones individualistas, el discurso gubernamental no ha encontrado las palabras necesarias para decir que la solidaridad social era el primer tratamiento de la epidemia. Estos gobernantes han preferido jugar en primer lugar con el interés bien entendido de cada uno, como si la sociedad fuera un aglomerado de átomos aislados. “Para uno mismo” había que mantenerse a distancia, ponerse máscara, lavarse las manos y, más adelante, en un segundo tiempo, vacunarse. Desde la primera oleada epidémica, el discurso gubernamental, en particular en Francia, ha añadido medidas de control y de represión llevadas a veces hasta la más absurda lógica punitiva. Las campañas de vacunación desde comienzo del año 2021 no han cambiado en lo fundamental esta mezcla de llamamiento al interés individual y de medidas a veces excesiva o exclusivamente represivas. En estos dos aspectos, hiperindividualista y burocrático-represivo, la política seguida ha tendido a dejar de lado, e incluso a negar, la solidaridad social, incluso la más objetiva, la que une a unos cuerpos con otros en una población.
Los partidos antisistema de izquierda no siempre han sabido responder adecuadamente a la gravedad de la situación. Han llegado incluso a adoptar un discurso hiperindividualista, denunciando a destiempo políticas de salud absolutamente necesarias, sobre todo en las campañas de vacunación masiva. Un seudofoucaultismo, defendido sobre todo en Italia por Giorgio Agamben, ha enturbiado el análisis, confundiendo los registros de la solidaridad social y de la vigilancia estatal, como si cualquier política de salud pública no pudiese ser otra cosa que una insidiosa manera de violar la sacrosanta libertad individual contemplada como un absoluto. Así, cierta izquierda radical se ha extraviado al mezclarse, incluso en manifestaciones callejeras, con partidarios de diversos oscurantismos y con los conspiracionistas más regresivos y más inquietantes. Olvidar la solidaridad biológica entre vivos y negar la responsabilidad de cada uno hacia todos, no ver en ello más que una biopolítica opresiva del Estado, ha constituido un error teórico y un fallo político que perjudican el desarrollo de un pensamiento crítico coherente. Solo una teoría y una acción que prolonguen, renueven y radicalicen el solidarismo permitirían combatir un libertarianismo intelectualmente muy pobre y políticamente muy peligroso. La pandemia es una nueva ocasión para pensar en lo que debería ser un nuevo comunismo, el comunismo de lo común como principio político.
El imaginario soberanista al rescate del neoliberalismo
Esta falta de comprensión de lo común como principio de las políticas y de las instituciones dentro de las sociedades se encuentra también a nivel internacional. En situación pandémica, la solidaridad de los cuerpos concierne a la población mundial. Ahora bien, la Unión Europea ha estado totalmente desamparada ante la situación, incapaz de introducir un mínimo de coordinación entre los países. ¿Cómo explicar la incoherencia de las respuestas estatales nacionales en el momento en que faltaban mascarillas, test, respiradores y, después, cuando faltaron las vacunas? Los Estados han respondido con la lógica del sálvese quien pueda, como si cada Estado actuase como actor neoliberal en un espacio de competencia.
Los dirigentes actuales acarician la retórica del soberanismo nacional-estatal, que se concilia perfectamente con la ideología de la competencia. ¿Qué valor tiene este imaginario del soberanismo nacional frente a la pandemia, mundial por definición? Desde hace ya cierto tiempo, la cólera de los perdedores de la competitividad neoliberal ha sido canalizada y desactivada, en parte, a través de ideologías y líderes demagogos, que han hecho de la nación, la etnia, la religión, y en general de la identidad comunitaria mayoritaria, un derivado electoralmente muy eficaz. Este contramovimiento autoritario, nacionalista y en ocasiones religioso utiliza los efectos destructivos de la globalización capitalista y aviva el sentimiento de desposesión y desesperanza que ha sido su consecuencia lógica.
Se puede denominar imaginario soberano a esta creencia de que solo la soberanía del Estado-nación constituiría la nueva salvación, la nueva esperanza, en lugar de la globalización. El autoritarismo de los Modi, Erdogan, Bolsonaro, Putin, Trump y muchos otros desvía la cólera popular hacia chivos expiatorios, inmigrantes, extranjeros en general, intelectuales, musulmanes o judíos según los casos, lo que no impide en absoluto a estos dirigentes llevar a cabo políticas probusiness particularmente radicales, sobre todo en materia fiscal y social. La fascinación de algunas élites por el modelo totalitario chino o ruso, la tentación de una vigilancia masiva posibilitada por las redes sociales e incluso, como en el caso de la Hungría de Orbán, el establecimiento de una dictadura abierta son otros tantos hechos que van en la dirección de lo peor. Hay razones para temer que la crisis económica sea la ocasión de medidas coercitivas para imponer a toda la población nuevas medidas de regresión social. El neoliberalismo ha aprovechado todas las crisis desde hace cincuenta años para reforzarse. Es posible que esta vez ocurra lo mismo con el pretexto de pagar la deuda y relanzar el crecimiento, como ya lo han indicado en Francia representantes de la patronal y miembros del gobierno. La contradicción entre el debilitamiento del imaginario neoliberal, por un lado, y la tentación de aprovechar la crisis sanitaria para reforzar las políticas neoliberales, por otro, caracteriza la situación política en que estamos.
Conclusión
Si, por un lado, el imaginario neoliberal sale debilitado de esta crisis, por otro lado, el nacionalismo y el autoritarismo pueden salir reforzados. Ahora bien, el soberanismo neoliberal, esta forma híbrida que es la respuesta de las oligarquías dominantes y, al mismo tiempo, la expresión de las contradicciones del momento, no es en absoluto una manera de responder a los grandes desafíos que se plantean hoy a la humanidad. La pandemia y el calentamiento climático plantean de manera urgente la cuestión de la organización política de lo común, a todas las escalas: municipal, nacional y mundial. Es común lo que una decisión colectiva hace común. Hacer común es hacer que un recurso, un servicio o un espacio sea accesible a una comunidad, en base al reconocimiento de un derecho fundamental de las personas miembros de la sociedad y, aún más allá, de la humanidad.
La pandemia y el calentamiento climático plantean de manera urgente la cuestión de la organización política de lo común
Lo que ha faltado hoy para responder a la crisis pandémica es una organización política de la salud mundial, enteramente orientada a la cooperación internacional, una organización cuyos contornos apenas deja percibir la OMS. El papel actual de esta última no ha sido ciertamente nulo, pero se puede ver que su doble dependencia de los Estados y de los fondos privados no le da ni la autoridad ni los medios para cumplir su tarea. Y se sabe ahora que su función tendrá una importancia crucial en el siglo XXI para responder a la previsible multiplicación de los riesgos globales. Para hacer frente a ellos, hay que imaginar desde ahora un común mundial de la salud que organizará con la mayor igualdad las indispensables respuestas en vacunas y medicamentos, lo que supone evidentemente una forma de autoridad mundial ejercida sobre la producción de las vacunas y de los medicamentos, y, más en concreto, un cuestionamiento de los derechos de propiedad sobre bienes que responden a necesidades fundamentales. Esta política de lo común debería ser el centro de una filosofía y de una acción de izquierda, opuesta en todos los aspectos al neoliberalismo, al soberanismo y al hiperindividualismo libertariano.
Christian Laval es profesor emérito de sociología en la Universidad París-Nanterre
Traducción: viento sur
Este es el texto actualizado de la conferencia que el profesor Christian Laval impartió en el Webinar ¿Cómo nos gobierna el neoliberalismo? Desde las instituciones a la subjetividad, organizado por el Centro de Investigación en Multilingüismo, discurso y comunicación (MIRCo) de la UAM, en junio de 2020, durante el confinamiento. Los vídeos de las conferencias y talleres pueden consultarse en: https://www.mircouam.com/lessons/sesion-preliminar-como-nos-gobierna-el-neoliberalismo
Referencias
Bourgeois, Léon (2008 [1896]) Solidarité. Lidée de solidarité et ses conséquences sociales. Lormont: Le Bord de lEau.
Monod, Henri (1904) La santé publique Législation sanitaire de la France. París: Hachette.
Nicolle, Charles (1939) Destin des maladies infectieuses, París: PUF.
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