La pandemia mostró (con crudeza y sin metáforas) una realidad tan vieja como el mundo: las palabras matan. En manos del poder corporativo concentrado, la violencia discursiva destruye la idea de comunidad y exalta un individualismo extremo, egoísta y criminal.
El lenguaje es un arma cargada de futuro. También para la derecha, los poderes fácticos y las corporaciones, que en esta etapa del capitalismo neoliberal lograron acumular una cantidad enorme de poder económico y simbólico en el marco de un proceso de concentración que llevó las desigualdades sociales y la exclusión a niveles pocas veces vistos.
El poder de los discursos y la carga de violencia simbólica que poseen son tan viejos como el mundo. Es un arma muy antigua, que se utiliza para mantener el statu quo, naturalizar y justificar la injusticia social, y hasta para lograr que las propias víctimas de la violencia sistémica del capitalismo adhieran a las ideas que los condenan. Lo nuevo que aporta la tecnología es la velocidad: hoy los datos (los contenidos, como se los denomina) viajan a una velocidad que nos enfrenta, desde el vamos, a lo inhumano.
La Inteligencia Artificial (IA) hace del lenguaje un arma de destrucción masiva, capaz de reconfigurar subjetividades y atacar el universo simbólico hasta límites rayanos en la psicosis colectiva. Las noticias falsas crean un mundo paralelo donde la verdad no importa y los consensos básicos en los que se funda una comunidad organizada se destruyen. “El común”, como enseña la sabiduría ancestral de los pueblos originarios, está sufriendo un ataque permanente.
La destrucción de la idea de comunidad es el blanco que conduce al dictum de la madre del neoliberalismo, la ex primera ministra de Reino Unido, Margaret Thatcher: “La sociedad no existe”. No hay sino individuos que compiten entre sí y que ven al otro, al distinto, al hambreado y excluido, como un enemigo.
La pandemia no hizo más que exhibir, con crudeza, lo que ya existía. Las palabras tienen, además, una función performativa: decir es hacer. Constituye un acto. El embate del Covid 19 nos mostró que ese hacer puede llegar a convertirse en un acto criminal capaz de producir la muerte de millones de personas.
Y además, cuando el discurso está puesto al servicio de la manipulación, no sólo decir es hacer sino que también las palabras pueden hacer, inducir conductas de un individualismo suicida. El ominoso fantasma de la escritora rusa emigrada a EEUU, Ayn Rand (1905-1982), recorre el mundo. Su verdadero nombre era Alisa Zinóvievna Rosenbaum. Huyó de Rusia tras la Revolución de 1917, se nacionalizó como estadounidense y se convirtió en la defensora del egoísmo y el individualismo más extremo.
No es casual que sus libros, especialmente la novela publicada en 1957 La rebelión de Atlas (que en su momento fue abominada incluso por los medios hegemónicos yanquis) se haya reeditado en una nueva traducción en los últimos años. Mauricio Macri dijo haberla leído. Es una suerte de Biblia para esta etapa del neoliberalismo. Cuenta la rebelión de los ricos y los grandes empresarios (que para Rand son la base de la sociedad) contra el gran enemigo, el detestable Estado que frena el progreso.
Rand ataca con ferocidad al “altruismo”, esa actitud que hace que debamos vivir por los demás. Y exalta las virtudes del egoísmo a la vez que demoniza toda idea de servicio público y bien común. De hecho, el ensayo La virtud del egoísmo (1964) es otra de sus obras más famosas. La autora ofrece un intento de justificación moral de la “libre empresa” que cada día cobra más actualidad en esta etapa del capitalismo.
Ya al principio del siglo pasado, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, Karl Krauss (1874-1936), denunciaba la existencia de un “lenguaje mortífero”, e insistía sobre la necesidad de reemplazarlo por otro. Kraus nació en Gitschin, Bohemia, por entonces parte del Imperio austrohúngaro, y murió en Viena. El escritor y periodista fue famoso por sus ironías y sátiras, criticó la prensa hegemónica y las culturas alemanas y austríacas. Se lo calificó como “periodista anti-periodístico”. En verdad, su blanco era el sentido común dominante impuesto por los medios al servicio del statu quo, al que disparaba desde su propio periódico Die Fackel (“La antorcha”).
El pensador (cien años ante del concepto de “noticias falsas”) condenaba la sociedad de su tiempo, a la que describía como “una época ruidosa, que retumba con la escalofriante sinfonía de hechos que producen noticias y de noticias que tienen la culpa de los hechos”. La afirmación, que posee una actualidad aterradora, puede leerse en su libro de 1914 En esta gran época. De cómo la prensa liberal engendra una guerra mundial.
Kraus consideraba que los periodistas de los grandes medios eran mercenarios de la causa más rentable de la época, y que eran capaces de banalizar y embellecer hechos atroces para ejercer una influencia sobre la opinión pública, con fines de lucro. Definió al periodista como “aquel que no tiene una idea, pero tiene que expresarla”. Para el escritor, ciertos periodistas (e intelectuales) reproducen de manera paradigmática los males específicos de lo que designó irónicamente como “gran época”: la corrupción del lenguaje y el vaciamiento de la imaginación, lo que lo llevó a decir que “la vida es sólo una forma impresa de la prensa”.
Kraus se refería a las y los periodistas e intelectuales que apoyaban la guerra, pero sus palabras resuenan hoy con acuciante actualidad: “Si se lee el periódico sólo por la información, no se aprende la verdad, ni siquiera la verdad sobre el periódico. La verdad es que el periódico no es un índice de contenidos, sino un contenido, y más que eso, un estimulante. Cuando miente sobre atrocidades, aparecen las atrocidades. ¡Hay más injusticia en el mundo porque hay una prensa que la inventa y que se queja de ella! No son las naciones las que se atacan unas a otras, sino la vergüenza internacional, el oficio que no a pesar de su irresponsabilidad, sino gracias a la misma, gobierna el mundo, reparte heridas, tortura prisioneros, acosa extranjeros, y vuelve pendencieros a los gentlemen”, señaló Kraus.
Un siglo antes del “periodismo de guerra” de las corporaciones, escribía: “El despacho informativo es un recurso bélico tanto como la granada, que tampoco tiene consideración por casos concretos. Ustedes creen; pero ellos saben más, y ustedes tienen que creer en eso. Los héroes de la impertinencia, gente con la que ningún combatiente querría compartir una trinchera pero por la que sí ha de dejarse entrevistar en una, irrumpen en un castillo real recién abandonado para poder informar: ¡Fuimos los primeros! Cobrar por cometer atrocidades no sería ni con mucho tan insultante como cobrar por inventarlas”.
Antes de internet, la IA, Netflix, y la explosión cuantitativa de datos y contenidos en las redes sociales, Kraus ponía la lupa sobre la cantidad y la mentira: “De la cantidad, que es el contenido de esta época, a cada uno de nosotros nos toca una parte, que procesamos según lo sentimos, y lo que nos es común se hace tan visible gracias al cable de comunicaciones y al cine que nos vamos contentos a casa. Pero así como el reportero ha liquidado nuestra fantasía con su verdad, nos devuelve a la vida con su mentira”.
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