Por Sofía Guggiari | Ilustración: Brenda Greco
La escritora y psicoanalista Sofía Guggiari reflexiona sobre el duelo que muchos atraviesan y los mandatos sobre la obligatoriedad de "estar bien": ¿Pero qué hipótesis de vida está siendo planteada en ese discurso? ¿Por qué tanto miedo a lo que puede hacer entristecer?.
Por decisión de la autora, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Me he encontrado últimamente atravesada e invadida por una tristeza singular. Un duelo profundo que busca abrirse y hacer su marca en el cuerpo; un duelo que no sólo reconozco como un proceso individual, sino más bien, tengo la sensación que en mayor o menor medida, estamos atravesando muchxs.
¿Qué hacemos con la tristeza que invade y nos desaloja de un nosotrxs mismos que pretendemos controlar? ¿Hay lugar en este mundo para lxs tristes?
El malestar siempre dice algo. O algo de lo que estamos hartxs y entonces el horror a lo que se presenta como repetición. O ese algo que es necesario escuchar como primera vez, para pensar sobre el mundo en el que estamos viviendo y produciendo. Porque quizás sobre ese “algo”, es que “algo” podemos hacer.
Desde hace un tiempo que veo y leo que circula en las redes sociales, un discurso que podría llamarse new age; es una suerte de espiritualismo occidental meritócrata y por cierto, algo delirante, que pone la responsabilidad toda de la salud o más bien de un estado permanente de felicidad en el yo-individuo. No hay nada que impida al yo-individuo producir la vida que se fantasea.
Ideas que cada vez tienen más fuerza, como: “vibrar alto”, “si lo pensás, lo tenés”, “te enfermás si querés”, y otras yerbas que quizás no estarían pegando muy bien. Podría pensarse que es un empuje y una exigencia feroz a la sobreadaptación de una escena traumática, donde el malestar es percibido como un impedimento. No es escuchado o no es codificado como algo a escuchar. ¡Fuera de aquí! ¡No estás invitadx a la fiesta!
Como si no existieran las injusticias, las violencias, las desigualdades, como si eso no impactara, como si no importara nada.
Incluso como si el malestar que anuncia una tristeza no fuese justamente la posibilidad a una pregunta que traería una variación ¿Qué hago entonces con lo que hicieron de mí?
¿Pero qué hipótesis de vida está siendo planteada en ese discurso? ¿Por qué tanto miedo a lo que puede hacer entristecer?
La obligatoriedad del "estar bien" se nos presenta como un reproche. Y un reproche que se disfraza del mejor compañero. A modo de juicio moral. ¡Cobarde salí de la cama! ¡Hacé algo por vos! Pero lejos de producir su cometido, la voz sádica castiga, dejando al cuerpo despotenciado y el agotamiento es mucho peor. Algo se pone en alerta, viene el peor terror de todos, la parálisis, la inmovilización.
Cuándo el devenir de lo vital, de lo que pulsa como eros, como empuje a la composición y descomposición pero siempre en movimiento (incluso en la detención) se encuentra tan inhibido, el sufrimiento se condensa. Lo que produce sufrimiento es la sensación de imposibilidad de despliegue: frustración. Pero, ¿por qué el despliegue solo se presenta de un solo modo posible? ¿No puede ser también darle lugar a la tristeza, una manera del despliegue de lo vital? ¿Lo vital es solamente ese accionar tan evidente y obvio sobre el mundo? ¿Acaso la posibilidad de doler (doler para transformar) no es movimiento?
Hacer de la tristeza un pasaje y no un lugar, creo ahí está la sutil pero desgarradora diferencia. ¿Acaso no es eso una separación?
¿Cómo producir esa variación necesaria sobre la sensación de malestar? ¿Es acaso la salud mental un privilegio de quienes tienen los recursos simbólicos para hacerlo?
Porque tenemos el derecho a estar un poco mal, corridxs, deprimidxs, sin ganas, asustadxs, locxs, solxs, tristes. Porque la posibilidad de hacerlo es parte de poder tener una vida vivible.
La posibilidad también de encontrarnos fuera de nosotrxs, siendo otrxs, con otros cuerpos, otras formas, otros pensamientos, otras maneras de habitar y hacer mundo. Sorprendernos de quien podemos ser. No como obligatoriedad, sino como devenir ético.
No se puede pensar en las afectaciones de un cuerpo sin poder ver que otros cuerpos y otras fuerzas afectan a su alrededor. No hay una vida posible sin otras vidas que acompañen o armen una red de significados compartidos. ¿Cómo hace el sujeto para sostenerse? En ese discurso del yo-individual, se sostienen los que encuentran una negación para esquivar al terror.
La salud entonces se convierte en un tema político, porque es un tema sobre la ética de la vida. ¿Cómo, con quiénes, de qué manera, y qué vida queremos producir?
Y entonces, la pregunta como brújula: ¿Se puede hacer de la fragilidad una estrategia y política colectiva?
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