El reciente femicidio de Úrsula Bahillo centró la atención sobre la incidencia en los asesinatos de miembros de la fuerzas de Seguridad. Cifras de una violencia que obligan al Estado a reformular sus políticas públicas.
Por Belén Ruiz Diaz | Foto: Josefina Figueroa
En lo que va del 2021, 66 mujeres fueron asesinadas. Los responsables de dichos casos fueron, en su mayoría, parejas o ex parejas de las víctimas. En un porcentaje menor, pero incluso más preocupante, los victimarios de estos casos fueron agentes de las fuerzas de seguridad, ya sean en actividad o en retiro. Dichos casos se denominan como “feminicidios”, ya que en ellos se encuentra la presencia (o ausencia) del Estado, ya sea a través de la falta de políticas en materia de género, la nula atención sobre denuncias previas realizadas o, en estos casos, la intromisión de agentes de las fuerzas de seguridad como femicidas. Uno de los casos más renombrados en este último tiempo, fue el de Úrsula Bahillo, asesinada por el policía Matias Martínez, quien estaba con licencia psiquiatrica.
Según el Observatorio Mumalá, el 12% de los casos ocurridos en este año, fueron cometidos por miembros de alguna de las fuerzas de seguridad. Según el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), en la última década en AMBA, se contabilizaron alrededor de 48 casos de femicidios cuyos victimarios eran funcionarios de seguridad. Pero, ¿por qué pasa esto? Más allá del pacto de silencio entre hombres, que existe desde antes que los femicidios o feminicidios sean llamados como tales, dentro de las fuerzas de seguridad hay algo similar y peor, y es el hecho del encubrimiento policial, que evita la visibilización de las violencias ejercidas por sus miembros, mediante el ocultamiento de denuncias o el cajoneo de las mismas.
También hay que agregar que, en muchos casos, las víctimas también pertenecen a las fuerzas de seguridad, es por esto que el acceso a una denuncia formal se ve obstruido por los mismos compañeros. “Lo que muestra esto es un traslado hacia la vida privada de los patrones de discriminación, acoso laboral y violencia de género que están extendidos al interior de las policías”, detalló el CELS.
En febrero del corriente año, además del caso Úrsula, otro de los nombres que resonó fue el de Ivana Módica, de 47 años, asesinada en Córdoba por Felipe Galván, piloto de la Fuerza Aérea. En 2019, Giselle Martín fue asesinada por Maximiliano Leal, efectivo de la Ciudad de Buenos Aires, condenado a perpetua; en 2016, Romina Ibarra murió de un disparo que le propinó Orlando Ojeda, integrante de Prefectura Naval; en 2015, Erika Gonzalez fue asesinada por su ex pareja, Fabian Horacio Rodriguez, de la Policía Federal; Gisela Rojas en 2013 murió de dos disparos dados por Milton Canchi, cabo de la Policía de Jujuy. Y la lista sigue. Lo importante, más allá de los nombres de los femicidas, es que todos estos feminicidios, se cometieron con armas reglamentarias.
Estos datos demuestran que la portación de arma reglamentaria las 24 horas es un riesgo: la misma se usa para asesinar a las mujeres o para amenazar, hostigar o lastimar. La normativa de las policías de algunas provincias restringe la portación del arma si el funcionario fue denunciado por violencia machista, pero muchas veces no existe una denuncia previa formal. El Ministerio de Seguridad reforzó en 2020 la prohibición para que los agentes federales denunciados portaran las armas que les asigna el Estado; antes debía existir una orden del Poder Judicial, sí o sí.
Estos números obligan al Estado a replantearse políticas públicas en materia de género para evitar dichos femicidios a manos de miembros de las fuerzas de seguridad. Si bien la implementación de la Ley Micaela es un hecho, las capacitaciones van mucho más allá de dicha ley. Hay que exigir una reforma judicial que proteja la integridad de las mujeres, y que, de una vez por todas, establezca los castigos correspondientes para aquellos efectivos femicidas.
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