Durante los días 6 y 7 de julio de 2024, se realizó en la ciudad de Balneário Camboriú, estado de Santa Catarina, sur de Brasil, la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC), una organización de extrema derecha. El referido evento fue organizado por el diputado federal brasileño Eduardo Bolsonaro (PL-SP). Una de las estrellas principales en esa oportunidad fue el presidente de Argentina, Javier Milei, quien se autopercibe como “libertario”, tal el nombre con el que los llamados anarcocapitalistas se definen. Participó además, entre otros, el líder del Partido Republicano de Chile, José Antonio Kast, también de extrema derecha y admirador confeso del dictador Augusto Pinochet. Milei y Kast apoyan abiertamente a Jair Bolsonaro (Partido Liberal – PL, Brasil) y son críticos feroces del presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva (Partido de los Trabajadores – PT), a quien Milei acusó en más de una ocasión de “corrupto” y “comunista”. Gran parte de la extrema derecha brasileña estuvo presente en dicho evento, incluso el gobernador de Santa Catarina, Jorginho de Melo, y el gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas.
Durante la conferencia se produjo uno de los momentos más bizarros de la escena política sudamericana contemporánea, cuya marca parece ser la de una niebla venenosa que sobrevuela y ensombrece no solamente la región, sino también gran parte del mundo, véase a Donald Trump en Estados Unidos. Como sabemos, se trata de un continente rico en fanfarronerías que oscilan entre el ridículo y lo cómico, una amalgama de neoliberalismo y neofascismo, en un juego de personajes que se retroalimentan a través de las redes sociales.
Nos referimos a la latente unión de fundamentalismo de mercado –financiarización− y una miríada de formaciones protofascistas, neofascistas y semifascistas, tal como es el caso del bolsonarismo, movimiento antidemocrático que promovió aquella barahúnda –tentativa explícita de golpe de Estado− en Brasilia el 8 de enero de 2023, días después de la asunción de Lula. El mileísmo y el bolsonarismo son ricos en mentiras fácticas, que se alimentan de una sensibilidad de cerebros hipernerviosos por vocación o por escenificación obscena, y que no se avergüenzan del ridículo: “Lula é comunista!” “Foram os infiltrados!” “¡Viva la libertad, carajo!”
Se trata entonces del ridículo que asume la dimensión política, normalizado en altas dosis por la prensa liberal, que aborda lo espantoso como cosa normal y cotidiana. Causa extrañeza que el presidente de Argentina, Javier Milei, haya tratado con desdén a la reunión de jefes de Estado del Mercosur en Paraguay, para darle simultáneamente prestigio a un foro político de la extrema derecha, lo que brinda una idea de la voluntad de destrucción geopolítica que Milei encarna. En el evento, el propio Milei fue galardonado con la Medalla de las Tres Íes. La fanfarronería empezó con la propia opción de participar del encuentro de Camboriú, la autoproclamada “Dubái brasileña”. Milei ha venido despreciando al Mercosur ya desde la campaña electoral. Su participación culminó –si bien ése no fue el final, fue su apogeo− en la patética escena de la medalla, tan reveladora. No es raro que la realidad resuene más nítidamente en aquello que conocemos como lo simbólico.
Pero vamos a la escena.
En el encuentro de Santa Catarina, filmado y con amplia repercusión en los medios sociales, Eduardo Bolsonaro, en presencia de Jair Bolsonaro, condecora a Javier Milei con la increíble Medalla de las Tres Íes. El nombre de la condecoración, de humor infantojuvenil, es alusivo al expresidente de Brasil, que aparece en ella con su efigie, como un césar romano, seguido de las siguientes palabras: inmorible, incomible y algo así como inimpotente, siempre erecto.
La grosería lenguajera, de por sí sorprendente, no es lo que más llama la atención, sino más bien la mezcla de fantasía mística de eternidad, como un dios vivo, “inmorible”, con el jocoso material de cuño sexual másculo héteronormativo, “incomible” e “inimpotente”. Es posible imaginar el desasosiego de algún religioso o alguna religiosa auténticos, o incluso el escalofrío sensible de estudiosas o estudiosos de la sexualidad humana, analistas o afines, con la patética mezcla, seguida de las indefectibles risotadas, que desnudan el ethos de una machada puesta a funcionar como emblema de la política de los metidos a hombres simples, siempre hombres, claro(s).
La Medalla de las Tres Íes es la gran insignia que la extrema derecha brasileña fue capaz de otorgarle a Javier Milei. Quien la recibe junto a su hermana −éminence grise venida a la superficie política a partir de la campaña presidencial y ahora figura central de gobierno− y secretaria general de la Presidencia, Karina Milei. El propio Milei –célebre por el grotesco, la estupidez y los insultos ametrallados en abundancia– llega a mostrarse constreñido en su de por sí enrigidecida corporeidad, lo que da una idea de la miseria intelectual y misógina de la medalla, cuyo ridículo excede incluso al grandilocuente hombre de la motosierra. Cabe señalar que la hermana del presidente argentino gesticula su aprobación frente a las expresiones del hijo más brillante y tenido por políglota del expresidente brasileño para explicar la condecoración, con su gesto obsceno y con un castellano macarrónico. Frente a los dichos, inimpotente e incomible, la única mujer allí enseguida lo avala: “¡me parece perfecto, es la vida misma!”
El hecho que nos ocupa es menos la efectiva pero tensa identificación entre los cuerpos de machos sudamericanos en estado de carcajada, sino una incomodidad de fondo –fondo como pliegues semiinvisibles de la subjetividad política– de Milei y Bolsonaro. No cabe duda de que uno espera y trabaja por el éxito del otro. Incluso por interés propio. Tampoco hay dudas de que ambos ocupan la extrema derecha del espectro político e ideológico de sus países y que quieren colaborar mutuamente para perdurar mientras haya mundo para ello. No obstante, también resulta evidente que ambos son distintos tanto personal como subjetivamente, y en lo íntimo es probable que se desprecien, como el “ario” Hitler despreciaba al “latino” Mussolini. Por otra parte, el italiano, algo letrado y delirante en su pretensión de nueva Roma, consideraba al alemán un tosco de pocas letras, tal como lo remarcan sus biógrafos. No se trata de comparar los europeos del pasado con los sudamericanos del presente –el juego espaciotemporal se mueve, como ya dijimos, y lo hace en modo extraanalógico en los cuerpos y en los pensamientos, incluso más allá de las voluntades identificatorias de esos hombres−, sino de poner de relieve las alianzas y las cercanías, las tensiones y los centelleos políticos e ideológicos entre los líderes de esas extremas derechas sudacas, forjados en caldos de cultivo siempre particulares y locales, con idiosincrasias y contextos propios.
Javier Milei es un hombre nacido en el seno de la clase media porteña, sujeto de una (in)sensibilidad y maneras un tanto exóticas, pero visiblemente urbanas, como lo sugieren su pelo y su estilo rockero (para la gran vergüenza del rock históricamente contestatario y rebelde). Empero, si bien social y culturalmente Milei es un típico middle-class latinoamericano, salido de grupos más o menos bien ubicados en la pirámide social, podría conjeturarse que en términos de una posible poiesis, de su autoconstrucción y su inserción en la trama humana, es un solitario subjetivo, por una sensación de expósito en su territorio de engendramiento. Aun así, o por eso mismo, mantiene una cierta y tensa identidad moderna, en la cual el peso de la identidad dicha como personal es mayor que en formaciones grupales históricas en las cuales predomina la identidad de lo colectivo. Conviene señalar que el empleo del vocablo moderno no constituye un elogio en sí mismo.
En el episodio de la entrega de la medalla, Milei no entiende sensorialmente la escena: parece un tanto perdido, y no solamente debido a una escasa aprehensión de la lengua portuguesa, sino también por una incomprensión inherente a la propia escena. Hay algo de grotesco en el bolsonarismo que excede incluso al grotesco Javier Milei, cuya condición de solitario subjetivo lo deja corporalmente incómodo en el ritual de iniciación al bolsonarismo al que él no obstante se somete, como el débil ante el fuerte en el territorio de este último. Territorio al que Milei decidió entrar por la puerta de la ultraderecha. El solitario cede (cuando la cosa lo excede) porque no hay como pedirle peras al olmo, como suele decir, aunque valga la pena remarcar que el propio Bolsonaro tampoco entiende escenas usuales colectivas cuando está solo, escenas que lo vuelven un nadie. Solamente existe entre los suyos. Recordémoslo en los encuentros con presidentes, cuando apenas si lograba decirle alguna tontería graciosa al mozo, ostensiblemente constreñido y sintiéndose inferiorizado.
Bolsonaro y el bolsonarismo de raíz constituyen un fenómeno fundamentalista de grupo, gregario, jerárquico. Nadie sería –en la ideación bolsonarista− el jefe imaginario de una barrabrava más potente, espirituoso y eficaz que el propio Bolsonaro. Líder y liderados, en grupo, se expresan en extravagante exacerbación −a menudo soltando espuma− de varones listos para defender su confusa pureza de grupo. Milei necesita intérprete en tales situaciones, y la hermana cumple ese rol de exégeta al traducir de reojo. No se trata de traducir únicamente un idioma, sino también la erecta corporalidad del bolsonarismo. La soledad subjetiva que acá se evoca al respecto del presidente argentino no pretende generar ningún tipo de disculpa, sino que señala y pone en escena su peligrosidad: soledad de varón-con-intérprete en el poder, con sus ideaciones. Basta con recordar o buscar en internet los inquietantes episodios de campaña electoral difundidos en programas de los medios de gran repercusión, con sus alusiones en voz hardcore al Estado como pedófilo en el jardín de infantes.
Milei es antes que nada un individuo que por circunstancias históricas muy específicas terminó en la Casa Rosada liderando una revuelta capitalista, contando para ello con un cierto apoyo de los más pobres, pero con un nítido acento de clase alta, de grandes los grupos económicos, sobre todo del mercado financiero. Se suma a ello el apoyo de jóvenes que aspiran a ascender socialmente, pequeños emprendedores y multitudes de solitarios –repartidores, desocupados, etc.– nacidos y/o crecidos en el abandono de las políticas públicas. Esto adquiere mayor relieve en el pasado reciente, cuando un gobierno de ancestralidad nacional y popular –del peronismo– no fue capaz de generar inclusión y expansión de derechos luego de la debacle del gobierno de Macri y el retorno del FMI. Sobraron los sinsabores de la vida práctica, la inflación, la necesidad de ganarse la vida donde sea y como sea. Caldo de cultivo extremadamente propicio para un pulular social de microfascismos y de emprendimientos resentidos.
Milei lidera un movimiento alocado, signado por una voluntad irreprimible de un capitalismo absoluto y salvaje –peculiar forma de salvajismo que se efectúa en el corazón de lo demasiado humano−, neoliberal al límite de la caricatura. Tiene alma de pintoresco conductor de programa de auditorio. Es hombre lobo solitario: carga sus dramas de abandonos edípicos, siempre como hombre urbano, de sociedad de masas. Es portador orgulloso de un cierto ethos de curso del secundario, post-enfant terrible y mal alumno de buen colegio. Resentido con sus compañeros de escuela que se convierten en médicos, intelectuales, artistas, científicos y otras profesiones exitosas. A diferencia de Bolsonaro, Milei no se identifica con generales o patrones de estancia, con sus capataces, con paramilitares o matones, sino con empresarios de gran éxito y pocas letras, mientras alucina puerilmente que ganará el Premio Nobel de Economía.
Nada más alejado de Jair Bolsonaro, hombre del interior del sudeste de Brasil, paulista hecho militar y político en un cierto Río de Janeiro rico en paramilitares, policías, narcotráfico y neopentecostalismo. Salido de la clase media baja, culturalmente apartado de la gran ciudad con sus ambiciones de modernidad. A diferencia del líder argentino, el brasileño es un hombre de grupo, de rebaño –la alusión recurrente en Brasil al ganado insiste en cobrar sentido−, y de colectivos de varones que explotan descaradamente una sencillez caricaturesca y tradicional. Bolsonaro es un hombre de pelotón, de “pandilla de machos”: cuando se presenta como inmorible, incomible e inimpotente es divertido, con el sabor de volver a “quinto grado” entre hombres sin embargo avanzados en años, a quienes les gusta cultivar ese gustito en el bar o en sus cofradías tipo redpills para vérselas con sus panzas en crecimiento, la testosterona en baja, la calvicie avanzada, todos juntos soltando espuma contra la “ideología de género” y “el avance de las mujeres”, que traducen con una especie de emasculación resentida. En esa tribu, Bolsonaro es rey. El más “cómico”, el más radical, la figura del viejo chistoso que no tiene miedo, el más bocón, aunque desgarbado con las palabras, que no cede ante “mariconada” de ningún tipo, ni ante cualquier frase dicha con verbos bien conjugados y en plural. Metafóricamente, Bolsonaro se siente incómodo en grupos en los que se come con cubiertos (“¡qué mariconada!”) escenificando autenticidad, como quien finge ser lo que efectivamente es. El poeta portugués no merecía aquí esta evocación.
Milei debe considerar a Bolsonaro una cabalgadura, un ordinario, un tío viejo analfabeto, un tosco rural. Bolsonaro debe considerar también a Milei un mocoso medio loquito, un careta urbano, un “pibe de departamento” llorón y acomplejado, que en un campamento de “machos de verdad” no se integraría al grupo dominante y sería víctima del bullying de la tribu… No es que Bolsonaro sea precisamente afecto a la valentía. Tiene el “coraje” de un jefe de pandilla. Cuando está solo suele ser de una lastimosa cobardía: miedo de quien se esconde en un matorral o en la embajada fascistoide amiga, miedo nacido de una fantasiosa y/o alucinada imagen de perseguido por comunistas, un espejismo de persecución que Milei comparte…
En la intimidad, resulta plausible que Milei y Bolsonaro se detesten. Ambos son reaccionarios y brutales, pero son muy diferentes. Es posible que uno sienta por el otro sincero desprecio y desdén, malestar y distancia, cada uno dentro de sus prejuicios hechos carne (carne de vaca, carne de ganado, desde las pampas rioplatenses hasta el arco del desmonte tropical y del genocidio indígena). Milei es la ciudad, es el rock en ése su modo solitario de imitar ídolos, si bien que aun así logró, ya en el poder, tener su “show” en pleno templo porteño del mundo del espectáculo: el Luna Park. Señales de los tiempos. Tiene una (in)tensa pulsación moderna (lo que es también revelador de la miseria de la modernidad). En tanto, Bolsonaro tiene algo también tenso y arisco, propio del Brasil rural, con algo de campamento militar, con su camaradería colectiva y jerárquica, siempre a punto de sacar el arma (material, imaginaria o en su palabrerío grosero) contra el enemigo sin matices.
Milei y Bolsonaro son sumamente representativos de una subjetividad hiperterritorializada de sus países. Se gustan políticamente por sus ganas de poder real y efectivo, pero no se gustan afectivamente. ¿Será que algo de lo que conocemos como afectivo habita en ellos? Milei “ama” a Elon Musk. Vibra con dinero joven, fresco y tecnológico y el poder que éste trae consigo. Bolsonaro “ama” a Trump. Vibra con el poder del dinero “viejo” e industrial del macho alfa de melena rubia: ¡en este atributo, el león estrafalario que escenificaba Milei en sus actos de campaña los une! Ama el dinerismo vil de la gallina robada, léanse joyas de arabias o dinero del que se dice en Brasil “vivo”, en efectivo. Ambos tienen una cierta hermandad disminuida, resentida y boquiabierta con sus hermanos del Norte. En términos de la geografía histórica de los neofascismos de mercado, Milei y Bolsonaro son ambos “italianos” de América del Sur, cada cual a su modo: criaturas típicas de sus procedencias. El argentino es el reverso extraño de Jorge Luis Borges, el erudito solitario que vivía de escribir cuentos, poco interesado en ganarse el peso. El brasileño no sabe quién es Joaquim Maria Machado de Assis, pero debe sospechar que es un comunista periférico, por la cara y por el color…
*Alberto Luiz Schneider es historiador y docente del Programa de Posgrado en Historia de la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (PUC-SP)
*Damian Kraus es psicólogo (Universidad Nacional de Rosario, UNR/Argentina), psicoanalista y traductor. Doctor en Psicología Clínica por la PUC-SP.
Fuente : redaccionrosario.com
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