"Quizás no estemos ante el nacimiento del albertismo, ese slogan con el que analistas anunciaban más el fin de una forma de hacer política que su comienzo, pero si de un discurso y de una praxis con sello propio".
Por Manuela Bares Peralta
La apertura de sesiones es una promesa a corto, mediano y largo plazo. Una tradición que forma parte del rictus institucional de nuestra democracia, pero ante todo es el espacio simbólico donde se forja la posibilidad televisada de trazar un horizonte que pueda narrar la experiencia política individual y colectiva, una sintaxis de cómo queremos ser recordados y leídos. Es el momento exacto donde se imprime el tono de una gestión y su capacidad de encontrar una entonación política que le permita permanecer en la historia. Los discursos no tienen un límite de caracteres, pero necesitan silencios coreografiados, clímax y una interpelación en presente porque no hay nada peor que la fugacidad de un relato olvidable. No hay nada peor en política que no permanecer.
A los pocos meses de haber asumido, Alberto inauguraba su primera apertura de sesiones con un discurso ornamentoso y equilibrado, repleto de gestualidades para el adentro y para el afuera, acompañado de una tribuna prestada que lo recibía rodeando el Congreso. Un discurso y un liderazgo que parecían producto de una época, donde la unidad que le hizo ganar las elecciones ese 27 de octubre de 2019, parecía ser suficiente para imprimirle identidad y mística a un nuevo proceso.
Hace dos años atrás, Alberto tenía la posibilidad de anunciarse a sí mismo y de delinear los márgenes sobre los que se desarrollaría su gestión de gobierno. Impuso un estilo que parecía síntoma de la coyuntura y una economía de recursos producto de una síntesis compartida, aquella que Cristina inauguró cuando anunció la fórmula presidencial Fernandéz-Fernandéz. Ese 1 de marzo de 2020 fue una suma de intentos que se extendían en un desierto que comenzaba a poblarse, el del gobierno del Frente de Todos.
Después llegó la crisis sanitaria y con ella una pandemia que se extendió y se resignificó más rápido que la capacidad de acción y respuesta de los gobiernos. Alberto dejaba de ser aquel líder ungido en la adversidad para convertirse en ese entretiempo que espera asediado por las urgencias del presente lo que está por venir. Un año después, con un Congreso menos festivo y más polarizado, Alberto volvió a ser presidente, jefe de gabinete y ministro, pero con otras gestualidades de las que había escindido al comienzo de su mandato: pedagogía excesiva e institucionalidad pomposa. Describió la Argentina que recibió como un territorio de emergencia, defendió su gestión de la pandemia y trazó el norte de su política con la renegociación de la deuda y la reforma de la Justicia. Una agenda que no conmovía ni movilizaba porque era imposible construir sobre ella un patrimonio simbólico propio.
A ese Alberto del 2021, el del año de la pandemia y de la campaña, de la agenda a mediano y a corto plazo, pero con una urgencia electoral por el efecto inmediato y cuantificable. Ese que amagaba con dejar atrás la política de la grieta para construir una hecha a imagen y semejanza de aquel ideario con el que se alzó como candidato del Frente de Todos, se diluyó.
La apertura de sesiones del 2022, nos enfrentó a otro Alberto, una versión menos grandilocuente pero más pragmática. Atrás parecía haber quedado ese impulso de la primera mitad de su gobierno por convertirse en el gran referí del arco político en su conjunto para transformarse en esa ancha avenida del medio dentro de su propia coalición de gobierno. Un Alberto más cómodo en la realidad que le tocaba: con aliados y rivales, los cuales se permitieron abandonar el recinto en medio de gritos y desplantes. Un poco por sí mismo, pero más llevado por la coyuntura y los actores políticos que ganaron relevancia en los últimos meses, su política comenzó a parecerse, cada vez más, al sistema político que lo expulsó en 2008. La grieta ya no era artilugio del kirchnerismo sino de la política entera y, en esa travesía de dirigir los destinos de la Argentina no hay epopeya ni mística, pero si la posibilidad (aún vacante) de crear una operación discursiva capaz de llenar de contenido una época por venir. Este último 1 de marzo parece ponernos ante la realidad de no estar fundando una tradición sino trabajando para mantenerla a flote.
En Alberto aún persiste un desierto textual y una vacancia de mística, pero también hay una época, signada por las emergencias y las crisis, con un mandato a cuestas: existir pese a todo y de poseer una retórica sentimental que no sea producto de la síntesis, pero sí de los acuerdos frágiles que la sustentan. Un relato enraizado en las dificultades de una realidad sin precedentes, descriptas hasta el hartazgo, pero con un obstáculo verbal y simbólico: su contenido.
“Esta época bisagra de la historia, de Argentina, del mundo, del universo, necesita que le propongamos un sueño. Un propósito: queremos dejar de ser víctimas de todo y pasar a ser propulsores de algo. Pasar del miedo a la ilusión. De la muerte a la creación. Hay que sacar la utopía del pasado y volver a ponerla en el futuro”, en ese cierre que esbozó el Presidente hay una búsqueda necesaria, la de un horizonte posible, la de una promesa a futuro, pero sin certeza. Ese es el horizonte simbólico que parece haber elegido Alberto y sobre el que desplegó una geografía imaginaria: la crisis heredada del macrismo, el acuerdo con el FMI, las negativas a una reforma laboral y previsional, crecimiento, desarrollo y una redistribución más justa de la riqueza. Búsquedas que obedecen a los cimientos sobre los que se construyó la coalición de gobierno, una suerte de amplios márgenes sobre los que caminar la segunda etapa de su mandato. Una búsqueda posible, con menos epopeya callejera, con horizonte, pero sin promesa porque lo que está frente a nosotros no es lo que se quiere sino lo que se puede.
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