Este artículo reflexiona sobre cómo la derecha tradicional ha ido progresivamente apropiándose de las estrategias discursivas que la extrema derecha ha puesto en circulación en la última década, y sobre cuáles son los efectos que está obteniendo con ello. Unos efectos que, como este artículo destaca, van más allá de la obtención de votos y seguidores, para lograr la difusión persuasiva de una racionalidad neoliberal ultraconservadora y retrógrada que amenaza con convertirse en hegemónica. Para analizar cómo se difunde y arraiga esta racionalidad tomaré como referencia el discurso de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
Como señala Pablo Stefanoni (2021), en las últimas décadas la extrema derecha ha logrado hacerse con la bandera de la rebelión, tradicionalmente en manos de la izquierda. La mayoría de los líderes de extrema derecha en el mundo agita la bandera de la rebeldía apostando por un lenguaje políticamente incorrecto. A pesar de que el discurso de Díaz Ayuso no alcanza las mismas cotas de incorrección política que el de Bolsonaro, Trump o los representantes de Vox, sí reproduce algunos de sus rasgos más destacados. En su discurso son frecuentes los insultos y las descalificaciones que dedica a la oposición en la Asamblea de Madrid cada semana durante las sesiones de control del gobierno regional: “¡Sinvergüenzas!”, “bolcheviques”, “delincuentes”, “mezquinos”, “boca mustia”, “izquierda caviar”, etc. Cansada de estos ataques y de la polarización que “enturbia el debate político”, la oposición ha lanzado una campaña en las redes sociales bajo el lema A mí también me ha insultado Ayuso, que da cuenta de la intensidad que cobran estos ataques que no solo dirige a la oposición, sino también a parte de la ciudadanía: a las personas que frecuentan las colas del hambre y reciben subsidios o ayudas, a los profesionales sanitarios, a quienes presenta como saboteadores y vagos, y una larga lista en la que no faltan los sindicatos, el gobierno central, el papa o las feministas.
En cambio, en su discurso no son frecuentes los juramentos y palabras gruesas, que sí han incorporado otros políticos de la derecha en sede parlamentaria o en ruedas de prensa (como los recientes ejemplos de Casado, utilizando la palabra coño en el Parlamento, y el que se jodan de las declaraciones de Macron). Tampoco reproduce los términos abiertamente racistas o sexistas frecuentes en el discurso de la extrema derecha, como los que utilizan Bolsonaro y Trump, y los representantes de Vox (véase el ejemplo de su candidato a las elecciones de Castilla y León). Sin embargo, la presidenta sí hace gala de otros rasgos de la anticorrección política, como es el recurso a términos campechanos, populares, que se apartan del elitismo o la formación académica, como en su día hizo Esperanza Aguirre. El estilo directo y abrasivo ha sido considerado por los detractores de ambas presidentas conservadoras prueba fehaciente de su falta de capacidades; sin embargo, por esa misma razón es celebrado por sus seguidores, ya que se aleja de la moderación (hipocresía) de los modelos de liderazgo de los políticos profesionales. De este modo, su discurso conecta con la desconfianza hacia los políticos entre quienes están desencantados de la política (“todos son iguales” y “están ahí para chupar del bote”). Ambas estrategias se han exacerbado durante la pandemia, que ha azuzado, además, teorías conspirativas que directamente acusan a los gobiernos, las élites, de inventar situaciones para manipular, engañar o incluso envenenarnos (Martín Rojo y Delgado Buscalioni, 2021).
Precisamente, es esta ruptura de las normas de formalidad y corrección política lo que permite a la extrema derecha presentar hoy su discurso como liberado, honesto y auténtico, que se expresa “sin complejos”, diciendo “lo que otros no se atreven a decir, pero piensan”, y que los “cobardes” e “hipócritas políticos profesionales” (la “casta política” o la “derecha cobarde”) sostienen (los “burkas ideológicos”). Y Díaz Ayuso se ha hecho también con esta bandera.
De esta forma, desde posiciones de gobierno o desde los Parlamentos, se adoptan paradójicamente posiciones que pueden aparecer como antisistema. Abascal critica a los políticos desde la tribuna del Congreso, como si él no formara parte de la Cámara. Por su parte, la presidenta y el gobierno de la Comunidad de Madrid generan una narrativa contra la acción estatal y las políticas públicas del gobierno central, en particular las políticas de salud, que discutiremos más adelante. Manifiestan así su disconformidad con el orden político, el gobierno central, o el orden social establecido, mediante reivindicaciones o acciones que tratan de socavarlo. En esta línea, el término antisistema ha cambiado y ahora tiende a expresar insatisfacción con las instituciones como el gobierno, y con cómo se gestionan los servicios públicos y el Estado del bienestar que se perciben como progresistas.
Se consuma, así, la paradoja que viene siendo señalada en el caso de la extrema derecha, y que también se da en el caso de la presidenta Ayuso, que a través de esta pretendida rebeldía logra hacer circular y legitimar posiciones ultraconservadoras y retrógradas, como son el nacional-liberalismo, las posiciones antiestatistas, o el chovinismo del bienestar, lo que choca con valores que habían logrado ser hegemónicos y con conquistas sociales. Así, el desafío de las convenciones y de los consensos ideológicos permite presentar con cara renovada viejas ideologías y reabrir batallas culturales antes perdidas.
En el plano discursivo encontramos una paradoja equivalente entre tradición y modernidad. Por un lado, estos discursos incorporan formas discursivas ultratradicionales (que abarcan el vocabulario, pero también otros elementos de la retórica), con las que políticos y partidos de la extrema derecha transmiten a sus interlocutores que están luchando para preservar un poder que sienten han perdido y, de este modo, recuperar su orgullo. En este caso, partidos como Vox manejan a la perfección esta combinación de formas ultratradicionales con expresiones y léxico asociados al pasado franquista, incluyendo el tono épico de defensa de la nación (“no arrodillarse frente a los enemigos de España”, la “España mancillada por los enemigos de España”) y las metáforas y las imágenes bélicas que remiten a un pasado glorioso. Esta apuesta por el pasado se combina al mismo tiempo con un profundo impacto de la posmodernidad (por lo que autores como Ana Fernández-Cebrián y Víctor Pueyo Zoco, 2019, les denominan posmofascismo). Las derechas radicales se hacen eco de la filosofía de la sospecha y del concepto de posverdad, tanto en la producción como en la circulación de los discursos en redes sociales, y a través de memes, que manejan con destreza. A menudo reproducen el postulado de que no hay verdades absolutas, sino una pluralidad de hechos alternativos (que se hace evidente por el uso del término verdad con un posesivo como en mi verdad, tu verdad). Y muestran, además, un profundo conocimiento de las teorías sobre la hegemonía y el discurso. Por ejemplo, no es difícil encontrar referencias al término hegemonía y una voluntad explícita de generar nuevas hegemonías que apoyen otras formas de gobierno: por ejemplo, afirmaciones como “la hegemonía progre pronto llegará a su fin”, que se repite en los discursos de Vox.
Esta apuesta por el pasado se combina al mismo tiempo con un profundo impacto de la posmodernidad
En el caso de Díaz Ayuso y su gobierno, todo el énfasis se centra en generar un relato opuesto al que, con mucha dificultad, logra presentar el gobierno central. Por ello, casi todas sus declaraciones se inician con una referencia a las mentiras del gobierno: el gobierno y Sánchez mienten, como “forma de hacer política”; en el caso de Sánchez “desde que se levanta hasta que se acuesta”. Frente a la “mentira”, se presenta un relato alternativo que tiene como eje central demostrar la gestión impecable de la Comunidad de Madrid en actos celebrados casi a diario a los que se convoca a la prensa para celebrar: el primer avión con material sanitario, la construcción del Zendal, los test en las farmacias, etc. Por último, se abre la sospecha sobre las ocultas razones que dirigen las “mentiras” del gobierno: “arruinar a Madrid” o “soterrar un plan cada vez más oculto para seguir dividiendo España”.
Las dos estrategias señaladas hasta aquí, el rechazo a lo políticamente correcto y el presentarse como antisistema, se vinculan a las guerras culturales y son numerosos los estudios que tratan de desvelar sus claves. Sin embargo, más complejo –y también más urgente– resulta determinar cómo estos discursos contribuyen también a generar, difundir y consolidar como hegemónica una racionalidad neoliberal ultraconservadora bajo la bandera de la libertad. A partir de este momento, propondré tres pasos que considero cruciales en este intento de construir esta nueva hegemonía: 1) el antagonismo discursivo; 2) un reencuadre contrahegemónico, y 3) la lucha por apropiarse del significado de los términos libertad y autocuidado. Finalmente, veremos cuáles son las fuentes en las que se inspira la racionalidad política que articulan estos términos.
El primer paso: el antagonismo discursivo
Quienes desprecian las posiciones afines a la corrección política rechazan que la elección de una palabra en lugar de otra (por ejemplo, sudaca en lugar de latinoamericano o feminazi en lugar de feminista) pueda generar problemas sociales y causar daño a las personas. Este rechazo entraña, además, una negativa a abandonar una posición de privilegio y a ceder poder a aquellos grupos sociales que han sido históricamente minorizados y excluidos. Sin embargo, en EE UU, y siguiendo la estela de Trump, quienes rechazan el lenguaje políticamente correcto empezaron a ir un paso más allá y a negar a estos colectivos su condición de marginados, para presentarlos como aliados de una élite que controla el poder político, económico, social y cultural (Mcintosh y Mendoza-Denton, 2020). Con ello se remiten a ese alineamiento que Fraser ha denominado neoliberalismo progresista (Fraser, 2017). En esta alianza, fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo, especialmente el financiero, de modo que ideales como la diversidad y el empoderamiento que, en principio, podrían servir a diferentes propósitos, han terminado por dar lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y para las vidas de la clase media.
Sin que ese alineamiento se haya producido universalmente con la misma intensidad, esta tendencia se ha exportado al discurso de la extrema derecha en otros países, entre ellos España. Las acusaciones a las asociaciones y grupos feministas de vivir de subvenciones (“los chiringuitos”) van en esa misma dirección y lo mismo sucede con los y las migrantes (“las paguitas”), etc. En tanto que aliados de estas élites y, entre ellos, de la “izquierda caviar” –como les denomina la presidenta–, y en tanto que vencedores en una guerra por la corrección política puesto que han logrado imponer su discurso, es legítimo agredirles verbalmente.
El delito del que se acusa a estos enemigos es haber impuesto su discurso (una “dictadura de corrección política”, una “catequesis progresista” o un “dogma”, en palabras de Ayuso) que oprime, silencia e invalida otros discursos desde una posición de superioridad moral, que debe negárseles, como defiende la presidenta madrileña en el siguiente tuit:
Ejemplo 1
“Los socialcomunistas en el gobierno son mentirosos patológicos, se creen a sí mismos para tener superioridad moral cuando son manipuladores compulsivos”.
Así, los defensores de los derechos sociales y étnicos se convierten en supremacistas y dictadores. Mientras que quienes rechazan el lenguaje políticamente correcto se presentan como personas “normales” o con “sentido común”, oprimidas por unas normas que emanan de unas ideologías que han llegado a ser hegemónicas y que les impiden hablar a riesgo de ser descalificados y acusados de ser sexistas o racistas (Tobak, 2006). A este giro discursivo se le ha denominado mutual minority hood, porque los grupos minorizados son denunciados como opresores y supremacistas por parte de quienes están en una posición de privilegio, que a su vez se presentan a sí mismos como una minoría oprimida, por lo que los adversarios de uno y otro signo se consideran en inferioridad de condiciones respecto al otro.
Se asocia, por tanto, a este recurso una estrategia omnipresente en los discursos políticos y cotidianos: la polarización (en el ejemplo, los “socialcomunistas” frente a “nosotros”). Con ello se incita, ya sea inconsciente o intencionalmente, a la movilización del rechazo, al odio y otras emociones negativas, activando un marco de guerra. En este caso, el enemigo común que genera la polarización es el conjunto de la izquierda, aglutinado bajo etiquetas como los “socialcomunistas”, los “progres”, el “progresismo”, el “marxismo cultural” (Bermeo, 2017), a los que se presenta como parte de las élites sociales y culturales. Con estos términos se borran diferencias y matices, se simplifica la realidad política y se construye un enemigo único. La escena política queda así dividida en dos campos que se definen por ser totalmente opuestos, de manera que todas las actuaciones de unos y otros aparecen como totalmente opuestas, unas positivas y las otras totalmente negativas. También se configuran dos discursos antagónicos, el de la verdad y el de la mentira. Y todo ello configura un contexto fructífero para disputar la hegemonía y poner en circulación otras formas de gobernar y gobernarse.
El segundo paso: un reencuadre contrahegemónico
Superar una pandemia requiere un esfuerzo de acción política que ponga en juego diferentes racionalidades y diferentes formas de control social. La pandemia se ha prolongado en el tiempo y ha movilizado diferentes marcos de comprensión, dependiendo del antagonismo discursivo al que nos hemos referido, y que han contado con un número mayor o menor grado de aceptación en sus distintas fases. Al inicio de la pandemia, cuando nos encontrábamos en los momentos más álgidos y de mayor incertidumbre, la respuesta de los gobiernos movilizó técnicas de un poder disciplinario que en otras circunstancias hubiera sido intolerable en nuestras sociedades. Se recurrió al confinamiento, la compartimentación, la vigilancia absoluta y el rastreo de la propagación viral en la población. Estas técnicas disciplinares no fueron muy diferentes de las que, según describe Foucault, se pusieron en práctica frente a la peste a finales del siglo XVIII: división espacial de la ciudad en áreas, prohibición de salir de la zona, vigilancia de las calles, encerramiento en casa. Si bien en nuestro siglo el componente securitario se ha reforzado incorporando técnicas actualizadas de vigilancia (desde el control de barrios hasta el seguimiento de los teléfonos móviles o los pasaportes covid). Así, la violación de las políticas de confinamiento, a diferencia de los tiempos de la peste, ya no se castiga hoy con la pena de muerte, sino con multas, con censura social (como la que ejercía la policía de balcón). Es más, las medidas de confinamiento y las limitaciones de movilidad son ahora casi siempre autoimpuestas, lo cual estaría en consonancia con el paso de un régimen disciplinario a otro que Foucault denominó gubernamental y que asoció a la expansión del neoliberalismo (MIRCo, 2021). De hecho, en muchos países, el confinamiento solo funcionó desde el momento en que se presentó como un acto de solidaridad que se autoejerce para proteger a quienes nos rodean y apoyar al sistema de salud; esto es, por el bien común. En el Estado español, el eslogan #YoMeQuedoEnCasa se volvió así viral y la divisa de la campaña de divulgación del Ministerio de Sanidad fue: “Si te proteges tú, proteges a los demás”; #EsteVirusLoParamosUnidos.
De este modo, las técnicas disciplinarias, como sucede en las formas de gobierno gubernamentales, pasaron a autoejercerse (Martín Rojo y Del Percio, 2019). El término disciplina social, acuñado por el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, durante el confinamiento y en los distintos debates parlamentarios para lograr el apoyo en la declaración de los sucesivos estados de alarma, captura el carácter de esta forma de gobierno basada en el autocontrol de la conducta. Y explica, también, las razones de su éxito. En pocos días, este discurso de autocontrol, generado desde las instituciones de gobierno, impregnó las prácticas ciudadanas. Lo que puso de manifiesto, también, cómo se ejerce el poder desde distintos nodos del tejido social, regulando fuertemente, mediante el consentimiento y la agencia de los sujetos, el comportamiento, lo que en este caso ha incluido desde la forma de relacionarse e interactuar en espacios públicos a la distancia física, la eliminación de las muestras de afecto, la forma de vestir y protegerse, los gestos o acciones como la vacunación. A estas técnicas de poder se han ido sumando otras, igualmente vinculadas a la gubernamentalidad neoliberal, como son el autodiagnóstico (con los test de antígenos), la autorresponsabilidad a la hora de informar de la enfermedad y el autoconfinamiento.
A pesar del apoyo de la población que muestran las encuestas a algunas de las medidas del gobierno, y del autoejercicio de la disciplina, no han faltado disputas sociales y territoriales en torno a cuáles debían ser las políticas frente a la pandemia. Este marco de disputa no solo se ha activado en la Comunidad de Madrid, sin embargo, en ella ha sido excepcionalmente agitado por las teorías conspirativas de la extrema derecha, como la referencia a la pandemia como plandemia, y tachado las medidas adoptadas para frenar el contagio de “dictadura sanitaria”.
Al igual que en otros países (en particular la Nouvelle Droite en Francia), en España la derecha radical ha utilizado un imaginario orwelliano para reforzar este marco disciplinar basado en la vigilancia, y en la dictadura, también para deslegitimar a sus enemigos. De hecho, la imagen del presidente del gobierno, el socialista Pedro Sánchez, representado como un omnipresente gran hermano exigiendo obediencia se hizo viral en las manifestaciones de protesta que tuvieron lugar en los barrios más ricos de Madrid durante la pandemia. Y también fue exhibida en una pancarta que se mostraba en tamaño gigante en la fachada de un edificio de Madrid, con el miso lema: encerrados sois libres.
Se genera así el relato de la plandemia que presenta las medidas para frenar la epidemia como un plan orquestado para privar de libertad a la población y para socavar la libertad de mercado. Para imponer este relato era preciso imponer un marco diferente en el que la autodisciplina se presentara como disciplina, la pandemia como engaño y todas las medidas sociosanitarias como imposiciones. Este reencuadre, presente en el discurso de la extrema derecha, con matices, fue activado también por la presidenta Díaz Ayuso y su partido en Madrid, reaccionando frontalmente contra el discurso de solidaridad y del cuidado, en contra de la lógica gubernamental, y conectando este retorno al régimen disciplinario con una revitalización del espectro del comunismo.
Presenta las medidas para frenar la epidemia como un plan orquestado para privar de libertad a la población
Este reencuadre, en un contexto de apoyo relativamente amplio de la sociedad a las políticas de control y solidaridad frente al virus, entrañaba gran dificultad, como se vio en el desigual seguimiento de las manifestaciones y caceroladas pidiendo la dimisión de Sánchez y su gobierno. Estas manifestaciones fueron ridiculizadas en ocasiones por la exhibición de privilegios que entrañaba el espectáculo de ver a los habitantes de los barrios más ricos de Madrid enarbolando la bandera de la rebeldía y no solo discursivamente, sino saliendo a la calle y trasgrediendo todas las medidas que el resto de la población estaba respetando. Sin embargo, la presidenta sí logró imponer un relato, igualmente crítico con las medidas y políticas del gobierno central. Y lo logró no solo conectando con las preocupaciones de muchos ciudadanos por la pérdida de las libertades sociales y políticas –que solo se aceptaba si se trata de una suspensión temporal para el bien común–, sino apoyándose en un discurso más complejo que se concentró convirtiendo en consigna una palabra con un significado fluctuante pero altamente valorado, la palabra libertad. Como veremos a continuación, apropiándose del significado de este término, se logró defender una forma de gobierno diferente o, más concretamente, de no-gobierno, que encarna una racionalidad neoliberal que se aleja del neoliberalismo progresista para recuperar un componente ultraconservador que defiende que el Estado no debe intervenir en la regulación de las actividades económicas y ni siquiera en las políticas de salud durante una pandemia.
El antagonismo discursivo propicia, por tanto, el reencuadre y este introduce una racionalidad política, también relacionada con el paleolibertarismo actual característico de la alt-right estadounidense, que vamos a ir desgranando a partir de aquí.
El tercer paso: la resignificación de la libertad
En este apartado abordaremos el tercer paso, que denominaremos intervención hegemónica (Gramsci, 1999; Laclau y Mouffe, 1987), es decir, un esfuerzo dirigido a rearticular los discursos y lograr el dominio de una perspectiva particular, en un contexto, como el que hemos apuntado, de lucha por la hegemonía. Para ello, los proyectos hegemónicos necesitan construir y estabilizar los puntos nodales que estructuran los órdenes sociales mediante la articulación de elementos –es decir, los significantes flotantes– en un conjunto inequívoco de significados dentro de un campo específico. En este caso, la lucha por construir una nueva hegemonía es la clave de la constitución del significante libertad como un punto nodal. Para Laclau y Mouffe, un punto nodal puede ser considerado como un significante flotante, es decir, un elemento que está particularmente abierto a diferentes interpretaciones del significado (Jorgensen, 2002: 28). El discurso de Díaz Ayuso ha tratado de fijar ese sentido y lo ha logrado, al menos temporalmente, hasta el punto de que ha llegado a representar la totalidad de su proyecto político, un gobierno neoliberal y ultraconservador para la Comunidad de Madrid.
A qué dar prioridad: la vida o el mercado, los beneficios económicos o la salud pública, el bienestar de unos pocos o el bien común
El término libertad reordena así otros términos preexistentes, como democracia, estado, mercado o propiedad privada, reagrupándolos en nuevos significados, diferentes de los utilizados en discursos contra los que se compite. De este modo, libertad sería un punto nodal en el discurso político en torno a la pandemia y un significante flotante en la lucha entre el discurso del gobierno central, centrado como hemos visto en la disciplina social y la solidaridad, frente al que ha llegado a cobrar en el discurso del gobierno autonómico madrileño.
La lucha por el significante libertad revela un eje de tensión que enfrenta diferentes posiciones relativas al papel que debe asumir el Estado frente a crisis como la vivida por la pandemia. Lo que está en disputa es cuál se considera el grado de intervención apropiado y a qué dar prioridad: la vida o el mercado, los beneficios económicos o la salud pública, el bienestar de unos pocos o el bien común. La posición de Díaz Ayuso en este debate ha sintonizado con la que han representado otros gobernantes y que se ha sintetizado en el lema Profit over people (antes las ganancias que las personas). En palabras de Ayuso, se trata de oponerse a lo que el gobierno central quiere hacer, que es cerrar los negocios, parar la economía y “arruinar a Madrid”. El objetivo de esta posición, que da prioridad a lo económico a expensas de la salud pública, es evitar cualquier intervención en la actividad productiva, aunque esto signifique subestimar el alcance de la enfermedad, como lo hicieron los presidentes de Estados Unidos, Brasil y México, entre otros, al inicio de la pandemia, y como hoy ya sucede de forma generalizada. En el otro polo de la disputa se situarían quienes han dado prioridad a la salud, optando en un primer momento por hibernar toda actividad económica no esencial para garantizar la eficacia del confinamiento y así contener la emergencia sanitaria. Para, en fases posteriores, optar por limitar las actividades de aquellos sectores que, como el ocio, podrían facilitar los contagios.
De entre todos los términos en disputa, el término libertad refleja con especial claridad esta tensión. Si nos detenemos a observar cómo se ha conseguido fijar su significado, en el discurso de Díaz Ayuso comprobamos que para ello se le ha combinado con términos con los que antes rara vez aparecía. Cuando existen fluctuaciones en el significado de estos términos recurrimos a cadenas de términos que tratan de fijarlo. Para que el significado pase por contigüidad de un elemento a otro en la cadena, de modo que su significado contamina a los demás. Así, si comparamos las cadenas de términos (o cadenas de equivalencias) en las que el término libertad aparecía antes de la pandemia con el uso actual que le ha dado Ayuso, observamos un cambio importante de significado. Así, como se observa en la cadena libertad, igualdad, fraternidad, el lema de la República francesa que pasó a ser el grito enarbolado contra los gobiernos opresivos en el siglo XIX, el significado de la libertad se fijó en el ámbito de las libertades civiles y políticas. Este es el significado que adquirió en los movimientos de resistencia contra la dictadura de Franco, donde libertad se refería a las libertades democráticas que se reivindicaban. El marco de derechos civiles fue igualmente activo durante la transición política, cuando se luchaba por la libertad de expresión, de asociación y de los presos políticos, amnistía y libertad. Así aparece también en la Constitución de 1978, como un valor supremo, definido por su aparición en una cadena que lo unía a la “justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Para reapropiarse este término, que parece precisar de una cadena de términos para fijar su significado, lo primero que encontramos es que en el discurso de Díaz Ayuso se altera la cadena de términos con la que solía combinarse. Un cambio para el que ya existían algunos antecedentes claves, preconizados por el PP, como libertad de elección –de servicios públicos o privados: escuela, hospital, médico (Fernández-González, 2016)–. No obstante, al comienzo de la campaña electoral, Díaz Ayuso propuso una innovación con el lema Comunismo o libertad, con el que resucita otra cadena, anclada en el marco político de la guerra fría, que coloca al comunismo como el enemigo, y la libertad económica y de mercado, así como la propiedad privada, por encima de cualquier otra formación política, como la democracia (Cancela, 2021). Otras cadenas que aparecieron en el discurso de la presidenta Díaz Ayuso fueron de carácter más hedonista, y su significado más oscuro, como Madrid es libertad, promoviendo una identificación entre el natural libre de la ciudad y los efectos de su gobierno neoliberal. Veamos, en los siguientes ejemplos, cómo siguiendo esta misma estela se introduce la condición de ser libre en contextos en los que no era esperable encontrarlo.
Ejemplo 2
“Aunque me levanto temprano y sufro, por las tardes compro donde quiero, consumo donde quiero. Y si voy a misa, a los toros o al último club, lo hago porque me gusta. Vivo en Madrid y por eso soy libre” (Isabel Díaz Ayuso: pic.twitter.com/ccwna20kHB; 27 de abril de 2021).
Ejemplo 3
“Vienes a Madrid a vivir a la madrileña. Esta es una forma muy característica de vivir. Mucha gente dice Soy libre porque vivo en Madrid. Solo tienes que compararlo con los que están en otras comunidades y decir: Qué suerte” (Isabel Díaz Ayuso pic.twitter.com/hqsoVhycmI).
Se logra así enmarcar la libertad en dos discursos paralelos e interconectados: los derechos individuales y de mercado. Siguiendo el pensamiento neoliberal de Hayek, “solo hay libertad” si el Estado no interviene en la regulación de actividades económicas o políticas de salud y educación. De nuevo comprobamos que el antagonismo discursivo es necesario para intervenciones hegemónicas como la que estamos viendo. Se divide así la escena política en dos espacios antagónicos: en este caso, aquellos a favor de la libertad y los comunistas; los que reivindican la vida y los que reivindican la muerte en vida.
Se logra así enmarcar la libertad en dos discursos paralelos e interconectados: los derechos individuales y de mercado
Sin embargo, lo que destaca aún más es que la repetición machacona del término, convertido en divisa y en programa de la candidata en las elecciones de mayo de 2021, es que progresivamente deja de necesitar estar integrado en una cadena. Al final de la campaña electoral, su eslogan fue simplemente Libertad. De esta forma, comprobamos cómo se logró fijar su significado. Es una libertad sin matices: no hay grises. La intervención discursiva fue un éxito: se había logrado fijar el significado de este término sin necesidad de recurrir a otros significantes. Había quedado fijada como una reacción frente a las políticas de intervención del Estado, frente a las restricciones, y en realidad conectando con el deseo y con el cansancio de muchos contra el virus y la situación pandémica. La palabra resumía la totalidad de su programa electoral y así, reducido, llegó a las casas de los madrileños.
Las reacciones no se hicieron esperar. Recuerdo un día haber visto que se habían pegado carteles en los troncos de los árboles del Paseo del Prado en Madrid, en los que solo figuraba la palabra libertad. Es cierto que la campaña electoral era aún reciente, pero al ver los carteles inmediatamente identifiqué su significado con el ataque a las restricciones de la pandemia y a la defensa de la libertad de mercado. Me di cuenta entonces de cómo mi socialización en la transición política había quedado atrás, cuando gritar libertad era un acto de resistencia, precisamente contra las posiciones políticas que ahora la revindicaban. Son muchos ya los análisis que han llamado la atención sobre el éxito de esta estrategia discursiva y, a pesar del rechazo que implica ser consciente de la apropiación de este término, no se ha logrado revertirla y denunciar el carácter individualista, egoísta y antiestatista que entraña. De poco han servido las denuncias de que quienes reclamaban el lema con fruición, reclamaban el derecho a defender sus privilegios, a viajar a las segundas residencias, abrir sus negocios, a no usar mascarillas y reunirse en bares y discotecas, y a defender sus intereses individuales frente a una política de cuidados.
Una racionalidad política neoliberal conservadora: el paleolibertarismo
El neoliberalismo adquiere formas muy diversas, y la que evoca el uso repetido de la libertad como elemento articulador de una ideología y una forma de gobierno recuerda al llamado paleolibertarismo (Stefanoni, 2020). Este término fue acuñado por Murray Rothbard, quien propuso una nueva articulación entre los principios libertarios y conservadores. El propio Rothbard definió su pensamiento común como radicalmente reaccionario en referencia a su deseo de regresar a los Estados Unidos de antes de 1910, cuando el Estado tenía pocas funciones, los impuestos eran bajos, la moneda era sólida y el país vivía en feliz aislacionismo. Para Rothbard, el objetivo del paleolibertarismo es acabar con el Estado, confiando en instituciones sociales tradicionales como la familia, la iglesia y la empresa. No es difícil encontrar similitudes entre las ideas del paleolibertarismo y los programas de la extrema derecha actual, que buscan debilitar al Estado, para los que el libre mercado es un imperativo moral y práctico, y en los que la visión del Estado del bienestar se considera un robo organizado y la ética igualitaria es moralmente condenable por ser destructiva para la propiedad y la autoridad social.
En este sentido, las consignas de Isabel Díaz Ayuso Comunismo o libertad o Madrid es libertad remiten, también, a un espacio en defensa de las libertades individuales en el que se rebajan los impuestos, los servicios públicos se ven adelgazados y se privatizan a través de lo que se llama cooperación público-privada, etc., considerándose todas estas acciones la base más sólida para garantizar las libertades individuales.
La presencia de estos elementos ultraconservadores en el discurso desenfadado y campechano, las referencias hedonistas a las cañas y a la vida nocturna de Madrid, se hacen presentes en la viva defensa del tradicionalismo, el catolicismo y el nacionalismo español. En 2019, Díaz Ayuso habló en la Organización de los Estados Americanos tras la decisión que había tomado esta organización de cambiar el nombre de la fiesta, de Día de Colón a Día de los Pueblos Indígenas. En su intervención criticó esta decisión alegando que España había traído “universidad, civilización y valores occidentales” a América, valores que afirmaba continúan vigentes en las democracias liberales. Más recientemente ha mostrado abiertamente su posición en esta guerra cultural, manteniendo una defensa del impacto del colonialismo español en América Latina. Así, ha afirmado que España llevó “el idioma español –y a través de las misiones–, el catolicismo y, por lo tanto, la civilización y la libertad al continente americano”. Además, como parte de su revisionismo histórico, ha descrito el indigenismo como un “nuevo comunismo” que amenaza con crear una historia falsa de lo sucedido en el pasado y dinamita “el legado español en América” (Alandete, 2021).
El término autocuidado muestra su indisoluble conexión con las políticas de desmantelamiento del Estado de bienestar
Si dejamos por un momento de lado la polémica asociada a estas guerras culturales y de nuevo nos concentramos en la pandemia y cómo responder ante ella, veremos con mayor claridad cuál es la forma de gobierno que se propone desde estas posiciones. En este sentido, el término autocuidado, introducido por Díaz Ayuso en la actual fase de la pandemia, conecta plenamente no solo con las técnicas de poder gubernamentales que ya hemos mencionado, sino que además muestra su indisoluble conexión con las políticas de desmantelamiento del Estado del bienestar.
Este es un ejemplo más de la apropiación de un término, asociado a propuestas de otras alternativas de gobierno. Frente al lema Solo el pueblo salva al pueblo, movilizado en las fases más duras de la pandemia como pieza clave del discurso de los cuidados, del debate ecofeminista y anticolonial contra el extractivismo y la desposesión, el término autocuidado introducido desde el gobierno autonómico cobra un significado opuesto. Se apropia así de estos discursos de los cuidados colectivos y del autocuidado de los movimientos sociales. Para estos movimientos, lo que se persigue es generar “vínculos fuera de la lógica mercantil del consumo (de personas, de cosas, de espacios, etc.), lo que permite no solo el sostenimiento de la vida, sino también la emergencia de nuevas formas de hacer política y de habitar los territorios” (MIRCo, 2021). Sin embargo, en el discurso de Díaz Ayuso cuidados, como libertad, quedan, por tanto, resignificados y localizados en el terreno de la libertad individual y del mercado.
Por un lado, el prefijo auto nos recuerda la principal característica de cómo se ejerce el poder en esta forma de gobierno neoliberal, donde las técnicas tradicionales, la disciplina, el autoexamen, el confinamiento, la responsabilidad, no se imponen desde fuera, sino que los sujetos se las autoimponen a sí mismos. De ahí la omnipresencia del prefijo auto en los discursos, en los que personas e instituciones se autodisciplinan, autovigilan, se preocupan por el autocuidado, la automejora, etcétera. Hemos incorporado y naturalizado un discurso que nos anima a superar metas, a acumular competencias, títulos, destrezas y horas de trabajo, a autoexplotarnos para sobrevivir en un mundo competitivo y a experimentar esta explotación como una oportunidad para la transformación personal, donde el objetivo último es aumentar nuestra productividad y la de las organizaciones para las que trabajamos. Como sujetos-empresa nos sentimos obligados a administrar nuestros activos o asumir nuevas responsabilidades en todos los planos de nuestra existencia, como pacientes, como estudiantes, como trabajadores, como personas. En este marco, la demanda de autocuidarnos en la pandemia va un paso más allá, pero entra dentro de esa misma lógica.
Por otro lado, en el discurso de la presidenta de la Comunidad de Madrid, el término no solo remite a esta lógica de conducción de la conducta neoliberal, sino que nos sitúa en el marco de lo que es nuestra vida sin Estado del bienestar. No se trata ya de que se privaticen hospitales y pruebas sanitarias: al poner el acento sobre la responsabilidad individual del neoliberalismo y hacernos responsables de autovigilarnos, de hacernos test, de cuidarnos, de darnos de baja y de reponernos sin ningún apoyo del sistema sanitario, quedamos sin protección y sin atención primaria u hospitalaria. La libertad es no contar con servicios públicos que protejan nuestras vidas, consiste en que se paguen los cuidados quienes tengan posibles para hacerlo en el sector privado.
Para terminar: ¿cómo actuar?
En este punto, debemos preguntarnos si realizar una lectura crítica de estos discursos, como la que hemos realizado, puede contribuir a problematizar este nuevo sentido común y a debilitar las posibilidades de que arraigue. Tenemos que plantearnos en qué medida repensar estos tres pasos –el antagonismo discursivo, un reencuadre contrahegemónico, y la lucha para apropiarse del significado de los términos libertad o autocuidado– puede contribuir a frenar los giros discursivos que se están promoviendo en cada uno de ellos. Quizás una lectura como esta sea útil también para remover conciencias y organizarse para recuperar el término libertad como mecanismo de oposición a este sentido neoliberal, individualista y conservador. Quizás para ello un primer paso sea reintegrar este término dentro de la tríada revolucionaria y asociarlo con la igualdad, el cuidado y la fraternidad. Asociarlo, también, por oposición, a privilegio (“no es libertad, es privilegio”) parece ser otro paso necesario.
Luisa Martín Rojo es catedrática de Lingüística en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y forma parte del Consejo Asesor de viento sur
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